Trump y Clinton se disputan a la clase trabajadora golpeada por la desindustrialización. El electorado industrial, formado por esos blancos sin estudios superiores que votaban a Kennedy o a Johnson, acabó en los ochenta repudiando a los demócratas, según algunos expertos, por haberse convertido en el partido de las élites urbanas, las minorías raciales y el antibelicisimo. Hoy la pelea electoral sigue estando en el mismo sitio, y aunque de momento parece que Clinton gana terreno, es inevitable preguntarse cómo ha logrado Trump llegar tan lejos, qué relación tiene su innegable éxito con el que también están cosechando las derechas y los populismos de corte fascista en toda Europa, y cómo es posible que haya conseguido el apoyo de esa buena parte de las clases populares a la que la socialdemocracia ya no consigue cautivar.
Trump levanta la bandera de los trabajadores, y a la vez promueve rebajas de impuestos para los más ricos (el impuesto de sucesiones, por ejemplo, que se aplica a partir de los 5,45 millones de dólares), siempre bajo el viejo presupuesto neoliberal, mil veces negado, de que aliviar a los ricos acaba generando crecimiento económico, y de que esa riqueza será justamente distribuida por la acción del libre mercado. Su discurso neoliberal se completa con el del miedo y la seguridad, en ese mejunje exitoso, tan propio de la doctrina del shock, que resulta de añadirle xenofobia, cierre de fronteras, proteccionsimo comercial y nacionalismo identitario (América será grande otra vez). Un programa peligrosamente afín, por cierto, al de Vladimir Putin, Le Pen o Farage, que utilizan todas las derechas en Europa, tanto la extrema como la moderada (porque la diferencia entre ambas es solo una cuestión de grado y oportunidad), y que, en alguna medida, representa también en España el Partido Popular.
Ciertamente, hay que aceptar que tanto en EEUU como en España está funcionando la campaña del miedo, pero las apelaciones al miedo, siendo efectivas desde el punto de vista electoral, no pueden explicar por sí solas el apoyo que Trump ha recibido por parte de un sector de la clase obrera, o las razones por las que quienes más han sufrido la crisis no se sienten masivamente atraídos por la receta típicamente keynesiana que Clinton les ofrece: aumento de impuestos para los ricos y las grandes corporaciones de Wall Street, e incremento de las políticas sociales (educación y sanidad, sobre todo). De la misma manera que en nuestro país, el fantasma del chavismo, la deuda o la inmigración, no puede presentarse como el único factor que explica el apoyo interclasista y el imparable ascenso del que está disfrutando un partido corrupto y represor como el Partido Popular. ¿Es que, en tiempos de crisis se prefiere siempre seguridad a bienestar? ¿Una seguridad estrictamente defensiva? ¿Por qué en situaciones límite la socialdemocracia se va desfondando precisamente en la zona que representan lo trabajadores industriales?
Es evidente que a la alternativa socialdemócrata le han pasado factura algunos cambios estructurales que la propia socialdemocracia no ha querido o no ha sabido evitar. El advenimiento de la sociedad postindustrial, como la llama D. Bell, ha roto el pacto que existía entre el reformismo socialista de extracción burguesa y un mundo obrero en retroceso, sometido cada vez más a relaciones laborales temporales y frágiles. En la economía política de la inseguridad, dicen Iversen o Beck, la socialdemocracia tiene que optar entre una sociedad cohesionada al 80% pero con un 20% condenado a la exclusión, o una sociedad con un paro por debajo del 10% pero con una gran brecha entre ricos y pobres. De modo que parece imposible conjugar la eficiencia económica con los valores igualitarios propios de la izquierda, tal como, teóricamente, se pretende. Si quienes han sufrido la crisis han sido sobre todo los trabajadores industriales o blue collars, parcialmente sustituidos por contingentes de inmigrantes (a los que ahora resulta fácil demonizar), al elegir entre sufrir un elevado desempleo y ciertos niveles de pobreza, es razonable que se inclinen por ser pobres con “trabajo”. La enfermedad inoculada por décadas de capitalismo salvaje, que los socialdemócratas solo han logrado corregir mínimamente, ha consolidado, quizá de forma irreversible, al mismo discurso neoliberal que ha generado el problema.
En fin, en esta nueva fase postindustrial de capitalismo financiarizado, la socialdemocracia ha perdido parte de su base social porque la posición laboral ha dejado de ser causa de pertenencia para ser causa de desigualdad y jerarquización social, y se ha debilitado el discurso de las necesidades y del pleno empleo que movilizaba al sector obrero. Con la financiarización, los trabajadores industriales no gozan de estabilidad, ni de continuidad biográfica; nada es seguro ni a largo plazo para ellos. Y esta inseguridad, que ya es endémica, resulta electoralmente rentable para las derechas que encuentran en el nacionalismo, la xenofobia y el proteccionismo una expresión de pertenencia alternativa.
Las apelaciones a determinados valores tradicionales como elementos de identidad comunitaria, en contextos de fragmentación, y en sustitución de ideologías petrificadas que han perdido toda credibilidad, o de partidos que ya ni movilizan ni socializan, rescata un elemento emocional para la política que permite reforzar los vínculos y el sentimiento de inclusión. Sin duda, este elemento ha dado lugar a monstruos fascistas que no podemos olvidar, y a la vista están, pero sería un error no reconocer también que pocas cosas hubieran mejorado en nuestras vidas sin la intervención de las pasiones y el entusiasmo. A las emociones apelaron tanto Hitler como Martin Luter King, de modo que el problema no es tanto el de las emociones en política como el del tipo de emociones a las que se apela y el tipo de comunidad que se defiende.
La pregunta que tenemos que hacernos es cuáles son las emociones a las que tenemos que recurrir para contrarrestar las monstruosidades que prefiguran las derechas, las sociedades cerradas y excluyentes, y si la socialdemocracia puede liderar hoy esa propuesta para las clases trabajadoras desindustrializadas. Porque, probablemente, uno de los mayores obstáculos que afronta la socialdemocracia es el de no ser capaz de movilizar emoción alguna en una situación evidente de fragmentación social, además de haber contribuido, por desidia o ambición, a la consolidación de esa misma fragmentación, con su mentalidad pro-mercado y business friendly. En un contexto de pobreza e individualización, la opción descafeinada por una mera gestión managerial del neoliberalismo y por el centrismo ideológico, combinada con un discurso desapasionado, hiperracionalizado y frívolo, hacen de la socialdemocracia una opción electoralmente poco atractiva para quienes tienen poco que perder.
Vaya, frente a la alternativa que proponen las derechas, hay que encontrar el modo de fortalecer emociones positivas, vínculos liberadores y relaciones incluyentes que resulten atractivas a una clase trabajadora aislada y empobrecida, para la que el empleo ya no es una fuente de integración ni de socialización. Y lo que parece cada vez más claro es que los partidos socialdemócratas, tal y como los conocemos, no están en buenas condiciones de asumir esta tarea.