Desdomesticados

Como especie evolutiva que somos los de la raza humana, que no quiere decir que todos los humanos seamos moldeables, empáticos y resilientes, lamentablemente, todos los que por aquí tenemos una edad recordamos algunos de los castigos que se aplicaban en el colegio hace algunos años. Yo soy de la generación del cara a la pared y el copia mil veces no volveré a contestar mal. Y eso ya suponía una evolución interesante a los castigos que habían sufrido mis mayores, que siempre me explicaron aquello de juntar los dedos de la mano para recibir un reglazo, e incluso aquello tan vergonzante de las orejas de burro para quien no se sabía la lección. Por suerte, hemos evolucionado y en las escuelas de hoy se promueven prácticas que inculquen alguna cosa más que la vergüenza, el escarmiento o el dolor. Síntoma de que somos el mejor de los animales, aunque algunos se calcen las orejas de burro cada mañana, y sin darse cuenta.

La política de nuestros días parece estar haciendo una regresión a aquellos tiempos de la mano dura y el vas a aprender de golpe, y con ella también, arrastra, parte de la opinión pública. De todo lo que tienen las redes sociales, el uso doméstico de la tecnología, lo más malo es que nos acostumbra a la cadena impaciente del impacto-reacción. Todo lo queremos ya, sobre todo tenemos una opinión inmediata, y lo que es peor: muchos sienten la necesidad de compartirla para obtener un feedback igual de poco meditado para que en cinco minutos tengamos el ego empachado. Gustar es muy placentero, por algo somos animales sociales, pero en exceso le provoca diarrea al ego, que va abonando la intolerancia y la severidad. A más likes, más chulos nos ponemos, más perspectiva perdemos, se nos afilan los colmillos y nos sale ese pelaje negro de nuestros antepasados. Nos estamos desdomesticando, con permiso de la RAE. Volvemos al blanco o negro, que tanto nos recuerda a los tiempos del blanco y negro. Menos tolerantes, más severos. Y esa actitud la ha comprado buena parte de la política de hoy.

Todo es muy grave siempre, todo es un atentado siempre, todo es una amenaza siempre, todo es un descaro siempre, todo es un jamás, todo es un yo nunca. Todo es motivo de afrenta siempre, y no hay puentes que puedan unir orillas. Los pocos que hay soportan tanto peso de la política y la opinión pública de lo inmediato, que se caen. El griterío es tal que a los domesticados casi ni se les oye, porque entre que levantan la mano, piden permiso e intentan matizar se les echan encima y su voz se apaga: ya no han podido opinar. Gana la bronca. Estamos perdiendo los matices, el saber estar, el escuchar, el discrepar. Y el construir. Siempre al ataque, como los del pelaje negro. Qué tiempo tan ruidoso.

Pasa con el procés, pasa con la unidad de España, pasa con el debate sobre cuál debe ser la sentencia de los encausados independentistas, pasa con el feminismo, pasa cada vez más con colectivos especialmente sensibles, como los inmigrantes. Hace poco un amigo gay de cuarenta y pocos me confesaba que le pasa algo que no le ocurría desde que salió del armario, muy jovencito. Que al ir por la calle de la mano con su pareja es consciente de ir por la calle de la mano con su pareja. La percepción del riesgo, esa antesala del miedo. ¡Cómo puede ser!

Los extremos llevan ventaja en casi todos los ejes de debate político. Y desde el sofá, twitter en mano, se oyen aplausos. Las elecciones serán el momento en que los ciudadanos podremos demostrar que somos mejores que esa rebuscada dureza y confrontación política que da votos a corto plazo, y que nos merecemos que alguien mire más allá de la próxima cita electoral. Alguien de altura, por favor. Tenemos ese poder, ahí, en la papeleta y en el sobre. Con lo que nos ha costado, espero que no ganen los desdomesticados. Llevan las orejas de burro, y sin darse cuenta.