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El desgobierno

El desgobierno
13 de septiembre de 2021 23:00 h

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Este domingo los argentinos votaron masivamente contra el peronismo kirchnerista. Fue lo que los técnicos –que somos casi todos– llaman un “voto-castigo”. Los argentinos castigaron con entusiasmo al partido que los gobierna. Para castigarlo, los argentinos votaron sin entusiasmo al partido que no los gobierna porque lo habían castigado antes votando al que ahora los gobierna; antes aún lo habían votado en masa para castigar al que los había gobernado antes –el que los gobierna ahora–, que era el que habían votado antes y después dejaron de votar y después volvieron a votar y ayer, otra vez, no votaron. La frase es confusa, la sucesión es clara, las conclusiones más: elección tras elección, los argentinos votan al partido que no los está gobernando. O, más claro: lo que los argentinos no les toleran a sus gobiernos es que los gobiernen.

Y tienen toda la razón –creo que tienen toda la razón–: cualquier partido que gobierne la Argentina va a ganarse, con toda justicia, el repudio de sus ciudadanos. Cada vez, el rechazo encuentra sus maneras: esta, los medios hablan y hablarán de esa foto de fiesta en la residencia presidencial durante el confinamiento más estricto, hablan y hablarán de las vacunas vip, hablan y hablarán –menos– de los millones que se quedaron sin trabajo o sin comercio o sin medios para comer todos los días. Pero si no hubiera sido eso habrían sido otras cosas: la Argentina, tal como está, no es un país gobernable porque no es un país viable, no funciona. Y no funciona, entre otras cosas, por la esforzada labor de estos dos sectores políticos que la gobiernan desde hace cuatro décadas.

El partido que los argentinos votaron ayer tiene un discurso más “de derecha”; el que no votaron ayer tiene un discurso más “de izquierda”; sus acciones suelen parecerse. El partido que los argentinos votaron ayer endeudó al país, en sus cuatro años de gobierno, en unos 50.000 millones de dólares, virtualmente impagables. El partido que no votaron ayer empobreció al país en estos dos años de gobierno y lo llevó de un tercio de argentinos pobres a casi la mitad. El partido que votaron ayer cree en el mercado y lo grita a los cuatro vientos; el partido que no votaron ayer cree en el mercado y lo grita más bajo, más confuso. El partido que no votaron ayer cree en el asistencialismo clientelar y lo practica con denuedo; el partido que votaron ayer no cree en el asistencialismo clientelar y también lo practica con denuedo. El partido que votaron ayer y el que no votaron ayer usan la justicia en su beneficio –y, por supuesto, denuncian al otro por usar la justicia en su beneficio. El partido que votaron ayer y el que no votaron ayer –sus dirigentes más conspicuos– tienen causas pendientes por distintas corruptelas. El partido que votaron ayer y el que no votaron ayer tienen dirigentes de escaso vuelo, saberes muy justitos. El partido que votaron ayer y el que no votaron ayer son la base de esa estructura de poder que, con un empujón militar hace ya mucho tiempo, ha llevado a la Argentina a su abismo presente.

La política argentina de las últimas décadas es un vaivén patético entre dos grupos que, cada vez que gobiernan, consiguen rehabilitar al otro, que, gracias a su gobierno repudiable, le había abierto el paso. En la Argentina, parece, la única política exitosa es el desgobierno: estar enfrente, ser oposición, hablar y hablar sin tener la obligación de hacer, decir y –curiosamente– ser creído. Alguna vez, hace unos años, lo llamé el país calesita –tiovivo, carrusel–: algo que parece moverse pero en realidad sigue dando vueltas y más vueltas sobre sí mismo, sin ir a ningún lado, sin cambiar de lugar.

El bipartidismo de facto en Argentina es la mejor forma de asegurar la inercia de un país que necesita cambiar de dirección: detener la caída. El bipartidismo –hoy yo, mañana vos, pasado yo, pasado pasado vos– es la losa que cierra cualquier cambio, cualquier esperanza. No será fácil levantarla: los dos partidos o sectores saben que dependen del otro y hacen todo para fortalecerlo. Saben que su mejor recurso es ese enemigo que, con sus fracasos, les permitirá volver a gobernar y, para eso, necesitan decapitar a cualquier tercero que amenace desarmar ese animal de dos cabezas. Pero, mientras el monstruo dure, la Argentina seguirá cayendo.

Hace 50 años el producto bruto per cápita argentino era la mitad del de Estados Unidos; ahora es un octavo. Hace 50 años un 10 por ciento de inflación era un peligro; ahora sería un logro extraordinario. Hace 50 años la Argentina tenía 40.000 kilómetros de vías férreas que armaban un país; ahora no tiene 4.000 y la mayoría no funciona. Hace 50 años la Argentina se autoabastecía en petróleo, gas y electricidad; ahora se endeuda para importarlos. Hace 50 años la Argentina fabricaba aviones y coches de diseño propio; ahora desequilibra su balanza de pagos para comprar autopartes y juntarlas. Hace 50 años las escuelas privadas solo atendían a uno de cada diez infantes; ahora, cuatro veces más. Hace 50 años los hospitales públicos recibían a la mayoría de la población; ahora sólo atienden a los que no tienen más remedio.

Y seguimos permitiendo que los que lo han logrado nos gobiernen. No hemos sabido sacárnoslos de encima, no hemos sabido inventar otras formas. Y todavía hay gente, aquí y allá, que se cree que no somos tontos.

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