El sistema político que se configuró tras la muerte del general Franco una vez aprobada la Constitución a finales de 1978 está pasando de una situación de deterioro a otra que bien se podría calificar de desmoronamiento. Llevamos ya varios años en los que las operaciones más básicas, como es, por ejemplo, la investidura del presidente del Gobierno, o la aprobación de la ley por las Cortes Generales o la tramitación y aprobación de los Presupuestos Generales del Estado de acuerdo con el calendario previsto en la Constitución, o simplemente se quedan sin hacer o se hacen en condiciones que se alejan bastante de las previstas en el texto constitucional.
El desorden ha dejado de ser la excepción para convertirse en la norma. Hace cuatro años que en España no se ha puesto en práctica un programa de “dirección política”, que es la primera tarea de la que el artículo 97 de la Constitución responsabiliza al Gobierno. A lo más que se ha llegado es a una “falsa investidura” de un presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, tras una disolución del Parlamento por no poder hacerlo tras la celebración de unas elecciones generales, seguida de una “falsa moción de censura constructiva” con un candidato con un grupo parlamentario de 84 escaños, Pedro Sánchez, culminada con unas elecciones generales, tras las cuales vuelve a asomarse el fantasma de la no investidura y de la repetición de elecciones.
Desde 2015 el sistema político español no garantiza la formación de Gobierno. La garantiza formalmente a trancas y barrancas, pero no materialmente. No ha dejado de haber nunca un presidente del Gobierno y un Consejo de Ministros, pero dicho Gobierno no ha podido, por carecer de mayoría parlamentaria, poner en práctica un programa legislativo remitiendo los correspondientes proyectos de ley a las Cortes Generales para su aprobación, ni tampoco un programa presupuestario que pudiera ser tramitado parlamentariamente en la forma prevista en la Constitución. Sin programa legislativo y sin programa presupuestario no hay propiamente “acción de Gobierno” digna de tal nombre y, en consecuencia, la tercera de las funciones parlamentarias, “el control de la acción de Gobierno” (art. 66.2 de la Constitución española) también queda vacía de contenido.
Da toda la impresión de que vamos a seguir así en esta legislatura, de que todavía no sabemos siquiera si va a echar a andar. Pero, incluso si echa a andar, por la forma en que se está desarrollando el proceso para la formación de una mayoría de investidura, resulta difícil pensar que esa mayoría se vaya a proyectar como mayoría de gobierno para toda la legislatura. Los actores políticos están tan absortos en la investidura que no les queda energía para pensar en la legislatura, que, en un sistema político ordenado, es en lo que deberían estar pensando.
El desorden se está extendiendo por toda la geografía española. En realidad, el desorden empezó en Catalunya y es desde allí desde donde empezó a extenderse al resto del Estado. Pero una vez que se ha instalado en el Estado, es prácticamente imposible que no se contagie a todas las comunidades autónomas, aunque algunas se libren transitoriamente del mismo. Las mayorías absolutas de Extremadura y Castilla-La Mancha, si las cosas siguen como van yendo, desaparecerán en las próximas elecciones.
Sé que, tal como está el patio, pensar en la reforma de la Constitución es una quimera. Pero el nivel de estrés al que está sometida la Constitución española puede conducir a una situación en que, cuando se quiera reformarla, ya no sea posible. La reforma exige que el organismo que va a ser reformado tenga la salud suficiente como para poder soportar la operación. Tengo la impresión de que el sistema político español está llegando a ese límite.