En mi estantería de diccionarios tengo la novela Alicia a través del espejo. Está colocada en primera posición por un ritual. Cada vez que voy lanzada en busca de una palabra, ¡psche!, me paro, respiro hondo y, antes de abrir cualquier diccionario, leo a Humpty Dumpty.
—Cuando yo empleo una palabra —le dice el huevo a Alicia—, esa palabra significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos.
Ese comentario de Humpty Dumpty me ayuda siempre a poner los pies en la tierra antes de escuchar a la Academia. Porque aunque haya definiciones estándar, los significados son resbaladizos. Cada palabra, en cada boca, adquiere matices distintos.
Es común que en una conversación dos personas usen un mismo término para decir cosas distintas. ¡Y cuántos malentendidos provoca! Porque una voz que tiene connotaciones positivas para quien la dice puede tener connotaciones negativas para quien la oye.
Muchas veces para zanjar estas discusiones se acude al diccionario. Pero no siempre ayuda porque el diccionario suele llevar a una palabra similar o a una definición tan pelá como la receta del médico. Esto lo aprendí de un lexicógrafo que escribió un diccionario atípico en el tiempo en que Lewis Carroll escribió Alicia a través del espejo.
Ese lexicógrafo se llamaba Roque Barcia y, en 1863, planteó que se hicieran otro tipo de diccionarios. En Filosofía de la lengua española: Sinónimos castellanos (1863) dice que la definición de un diccionario al uso es como una pisada en el suelo. Deja el rastro de la palabra, pero no alcanza a describir su espíritu. Es como “una planta sin aroma”; es tan solo “la parte leñosa” de un vocablo.
Roque Barcia propuso un diccionario que expresaba también el “aliento interior” y el “soplo vital” de las palabras. Y con esa idea publicó una exquisitez de libro que dedica más de 500 páginas a desentrañar el alma de algunos vocablos, para que no digamos una cosa cuando en realidad queremos decir otra.
Sinónimos castellanos tiene información práctica del tipo: no es lo mismo un tonto que un fatuo que un necio. El diccionario dice así:
Tonto es el que no comprende.
Necio, el que no sabe.
Fatuo, el que habla sin tino.
El tonto trabaja, come, duerme.
El necio, por no saber nada, no sabe que no sabe, y cree saber. De aquí viene que todo necio dice las mayores vaciedades con el mayor orgullo.
El fatuo se reputa en Demóstenes y articula palabras sin hablar, o habla sin decir, o dice lo contrario de lo que debiera expresar.
El tonto da pena; el necio, risa; el fatuo, enojo.
Si existieran en este mundo el limbo, el purgatorio y la nada, el tonto debería ir al limbo; el necio, al purgatorio; el fatuo, a la nada, para que no tuviera a quien aburrir.
Este ilustre diccionario también habla de las palabras y la lengua. Y deja claro cuánto nos equivocamos al empeñarnos en hacer sinónimos a la palabra y a la voz. Pues no. Nada que ver una cosa con la otra.
La voz está relacionada con la pronunciación y el oído. La voz es sonido. En cambio, la palabra “no tiene nada de material, nada de orgánico, nada de oído, nada de boca”. La palabra es una comparación o un símil. “Es parábola, metáfora, figura, fábula”. Y ahí que va Roque Barcia y con este verso lo remata: “La voz es canto; la palabra es genio”.
Tampoco es lo mismo un vocablo que una voz. La voz es el sonido que sale por la boca del animal. El vocablo, en cambio, es esa sonoridad considerada lenguaje o habla. “Las voces se componen de sonidos; los vocablos, de sílabas. Las voces se articulan; los vocablos se escriben”.
Igual ocurre con el acento y el tono. El acento es un derivado de canto (ad cantum) y el tono viene de la idea de tensión (tensum). “El acento es modulación; el tono es energía, tensión como la del arco. El acento marca la música de la voz y de la palabra. El tono marca el vigor de la voz y del escrito”.
El acento andaluz o el acento asturiano es el deje de la pronunciación andaluza o asturiana. Y qué bonito lo explica este lexicógrafo con esta idea: el acento es “esa especie de melodía o de compás” con el que habla cada región. Por eso nada tiene que ver con el tono, que es áspero, o sarcástico, o imperioso. “El acento expresa; el tono manda. El acento hiere el oído; el tono hiere el ánimo”.
Más de lo mismo pasa con la lengua y el lenguaje. “La lengua es el órgano con el que hablamos: el habla. El lenguaje es la práctica de la lengua: el ejercicio”. Son bien distintos porque “la lengua es facultad, disposición, naturaleza” y “el lenguaje es estudio, crítica, imitación, hábito, arte”.
¿Y qué ocurre con las palabras españolizar y castellanizar? ¿Estamos hablando de la misma cosa? ¡En absoluto! “Para españolizar una palabra, basta que la usen los españoles”. Nos pasaría hoy con cringe (un vocablo inglés que significa “dar vergüenza ajena”). “Para castellanizarla, conviene que la modifiquemos según la analogía y la sonoridad de nuestro idioma”. Lo vemos hoy, por ejemplo, con ciberocupación en vez de cybersquatting.
Advierte el lexicógrafo que, por mucho que nos empeñemos, tampoco es lo mismo un libro que un volumen. El volumen va al peso: “Es un agregado de hojas, la colección de páginas, un bulto de papeles impresos”. Y el libro es lo excelso: “La moral, el dogma, el derecho, la ciencia, la historia”.
El volumen es “una masa” (la caja) y el libro, “una inteligencia” (la esencia). “El volumen es una cosa. El libro es la humanidad”. ¡Y qué poesía y qué altitud da Roque Barcia a este diccionario extraño! En Sinónimos castellanos, ¡de la definición pasa al verso! ¡Qué armonías para distinguir unas palabras de otras! Así, al final de la entrada dedicada al libro y el volumen, en un in crescendo de ópera épica, exalta: “El volumen ocupa espacio. El libro revoluciona el mundo. ¡Patria de Gutenberg, sol de Maguncia, salud!”.