¿Por qué no voy a poder ver yo tus correos electrónicos?

Qué gracia me ha hecho ver a los detractores de la propiedad intelectual en internet escandalizados por la violación de esa otra propiedad intelectual que ellos llaman intimidad.

Más allá de la glosas orwellianas, las revelaciones del espía Edward Snowden sobre la violación de la sagrada privacidad burguesa por parte de los Estados Unidos ponen otra vez sobre la mesa el debate sobre la propiedad intelectual en internet.

La intimidad es el último reducto de la propiedad, una parcelita en cuya puerta todos (incluso los comunistas) hemos colocado un cartel que dice “Prohibido el paso. Propiedad privada”. No es ninguna casualidad que la intimidad, eso que llamamos vida privada, naciera al mismo tiempo que el capitalismo, a finales del siglo XV.

De las muchas discusiones que he tenido sobre la propiedad intelectual en internet, recuerdo una en la que casi me linchan. Yo había dicho que no tenía ningún inconveniente en ceder a La Humanidad y a La Cultura mis cuatro libros sin cobrar por ellos ni un euro. Nada de anticipos. Nada de royalties. Nada de porcentajes. Aunque soy un firme defensor de la retribución dinerada de todo trabajo, estaba dispuesto a dar un paso al frente en la construcción de esta arcadia comunista.

Sólo ponía una condición: que la nueva sociedad no se empezara a construir por las propiedades del pobre Antonio Orejudo, sino por las de la duquesa de Alba. Una simple cuestión de orden. Una vez que todas las propiedades de Cayetana y familia hubiesen pasado a dominio público, Antonio Orejudo renunciaría a la suya, a su modesta propiedad intelectual.

Mi adversario dialéctico en aquella ocasión —un conspicuo periodista y escritor— me dijo que para entender los nuevos tiempos yo debía asumir cuanto antes que por un lado estaban las cosas compuestas de átomos (la fortuna de la duquesa) y por otro las cosas compuestas de bits (las novelillas de Orejudo). Y que era un error por mi parte aplicar al mundo de los bits las leyes del mundo atómico.

Aunque la distinción entre bits y átomos es caprichosa y extremadamente conservadora, mi oponente tenía razón en una cosa: la aparición de internet ha dinamitado negocios como el editorial, que nacieron con la imprenta. Los intentos de aplicar en el Mundo Turing las normas y los criterios del Mundo Gutenberg están condenados al fracaso. Sea justo o injusto, la realidad de internet nos está obligando a repensar no sólo el negocio editorial, sino la figura misma del escritor profesional, que también nació en el siglo XVI.

Pero si acepto eso —y estoy dispuesto a hacerlo—, tengo que aceptar también que internet ha volado por los aires el concepto pequeñoburgués de intimidad, nacido en la misma época que la imprenta.

Si la facilidad técnica para hacer copias gratuitas de una novela y distribuirlas gratuitamente cuestiona un modelo de negocio, la facilidad técnica para espiar correos electrónicos debería cuestionar también un modelo de privacidad tan obsoleto como el libro de papel.

Como diría aquel contrincante dialéctico: una cosa son los bits y otra cosa, los átomos. La propiedad atómica de los Alba se respeta; pero la propiedad virtual de los novelistas nos pertenece a todos, como las canciones, las películas o tus correos electrónicos.