El mayor enemigo del ecologismo es el catastrofismo. Hay que dar toques de alarma y subrayar las graves consecuencias del deterioro del medio ambiente, por supuesto, pero no conviene instalarse ahí. También hay que destacar los éxitos en su recuperación. Como el de la capa de ozono.
¿Recuerdan cuando los diarios abrían edición con gráficas sobre el agujero? Era a finales de los ochenta y se convirtió en el tema estrella de todos los informativos. Todavía conservo en la memoria las imágenes de un telediario en las que se veía a unas ovejas pastando al sur de Chile con gafas de sol para evitar la ceguera que estaba afectando al ganado. Las cremas solares se agotaban en las tiendas y hasta los granjeros más curtidos empezaron a salir al campo con sombrero. Y es que la amenaza era muy seria.
Situada en la parte alta de la atmósfera, la capa de ozono actúa como un gigantesco filtro solar que evita el paso de las radiaciones ultravioletas nocivas para la vida terrestre. La ausencia de ese filtro estratosférico afectaría a todos los seres vivos del planeta: tanto a las personas, provocándonos quemaduras y alteraciones del sistema inmunológico, como al resto de la biosfera, donde existen organismos muy sensibles a dichas radiaciones y con escasa o nula capacidad para protegerse de ellas.
En la primavera de 1985 los investigadores del British Antarctic Survey que estaban estudiando la atmósfera en la región antártica localizaron sobre sus cabezas un agujero en la capa de ozono y elaboraron un informe de alerta publicado en Nature.
Un año después se demostró que la acumulación en las capas altas de la atmósfera de algunos compuestos de cloro, flúor y carbono, los llamados clorofluorocarbonos (CFC), empleados entonces como propelente básico de los aerosoles y en los sistemas de refrigeración, eran los culpables de la destrucción. En 1995 un equipo de científicos (Sherwood, Molina y Crutzen) ganarían el Nobel de Química por sus trabajos al respecto.
En poco tiempo el agujero alcanzó una superficie de 30 millones de kilómetros cuadrados: tres veces superior al territorio de los Estados Unidos. Aquel boquete era una amenaza mundial y los CFC estaban identificados como principal agente responsable. Entonces decidimos reaccionar.
Por una vez la opinión de los científicos fue vinculante para los mandatarios del mundo y la ONU respondió con una auténtica ofensiva para salvar la capa de ozono. Así surgieron los compromisos internacionales del Convenio de Viena para la Protección de la Capa de Ozono (1985) y la firma de los Protocolos de Montreal (1987) y Conpenhague (1992), que dieron lugar a la prohibición de la producción y el uso de CFC y otros compuestos halogenados perjudiciales para la capa de ozono.
La reacción internacional siguió avanzando y en posteriores acuerdos llegarían las restricciones a la producción y uso del bromuro de metilo, utilizado en la fabricación de plaguicidas y cuyo impacto destructivo sobre la capa de ozono se reveló 50 veces mayor que los temibles CFC.
Este año se cumplen 30 años de la firma del Protocolo de Montreal y celebramos el Día Internacional de la Preservación de la Capa de Ozono (16 de septiembre, fecha en que se firmó) con una excelente noticia: su deterioro ha dejado de avanzar y apunta a una recuperación total en los próximos años.
La adopción de los grandes acuerdos internacionales basados en las recomendaciones de los científicos es lo que ha salvado a la capa de ozono. Un éxito que debería servirnos como guía para hacer frente al mayor reto al que se enfrenta hoy en día la humanidad (que no el planeta): el cambio climático.