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¿Para quién la empresa?

El papel tradicional de accionista propietario ha cambiado. EFE

Economistas Sin Fronteras

Amparo Merino —

Nuestras vidas están marcadas por la actividad empresarial. Diseñamos nuestros sistemas educativos con la mirada puesta en crear el “capital humano” que la empresa necesita; priorizamos nuestra investigación para generar el “capital intelectual” demandado por las prioridades empresariales; organizamos nuestros tiempos, nuestras aficiones o nuestros cuidados desde las posibilidades que nos permite el corsé impuesto por las rutinas empresariales dominantes; ensalzamos la capacidad humana de movernos y flexibilizarnos para adaptarnos felizmente al variable flujo de talento requerido por la empresa. En fin, hasta nuestra identidad se va construyendo en gran medida para convertirnos en un objeto de deseo para la empresa; y mejor aún si se trata de alguna gran corporación transnacional que nos proyecte hacia ese paraíso mental de “lo global”.

Siendo la empresa un agente tan dominante en la organización de nuestras sociedades modernas, conviene dar un paso atrás y, tomando cierta distancia desde nuestra inmersión en esa realidad “empresarializada”, volver a preguntarnos algunas cuestiones centrales: ¿qué es la empresa?, ¿para qué existe?, ¿a quién sirve?

Prueben a lanzar tales preguntas a su alrededor. Podrán comprobar en las respuestas recibidas cómo sigue siendo dominante en nuestra mente la noción neoclásica de empresa: una organización orientada a la obtención del máximo beneficio para los propietarios del capital de la empresa. Complementariamente, las respuestas pueden referirse al objetivo de maximizar las utilidades de la élite directiva que está en la cúspide de las grandes corporaciones.

La noción de empresa y los objetivos que persigue variarán con la diversidad de formatos que adquiere esta organización y con la variedad de formas en las que es gobernada, pero el fin económico es consustancial a la idea convencional de empresa y a su realidad práctica. Fin que, a su vez, es motor básico de la dinámica expansiva propia del capitalismo.

Dependiendo de la posición ideológica del interlocutor, podrá dominar en su respuesta la defensa de esa lógica empresarial, por considerarla perfectamente legítima. O bien la aceptación (¿quizá resignación?) de tal idea de empresa, por entenderla como la única forma viable de organizar eficaz y eficientemente la creación de bienes y servicios apetecidos por una sociedad “próspera”.

Pero también probablemente será frecuente el rechazo al objetivo económico de la empresa y a su posición dominante en el proceso de producción y reproducción de la sociedad. De hecho, no han cesado de crecer las voces que la cuestionan, conforme ha aumentado la difusión y acceso a la información sobre los daños ambientales y sociales que puede acarrear la alargada sombra de la empresa capitalista y de su misión económica. Especialmente ante la ausencia de marcos institucionales nacionales e internacionales suficientemente protectores del bien común.

Una respuesta desde la empresa a tales demandas ha venido tomando la forma de responsabilidad social empresarial (RSE) durante las últimas décadas. Pero la RSE no lleva en su definición la necesidad de que la empresa esté dirigida por una misión social, ni tampoco está diseñada para poner en cuestión las bases insostenibles del modelo de producción y consumo capitalista. ¿Qué incentivos pueden facilitar actualmente el camino hacia un “para qué” y un “para quién” de la empresa más alineados con estos fines?

Uno de los posibles lugares donde mirar está en la reflexión sobre el proceso de creación y distribución de valor y beneficio económico en la empresa. Dejando ahora al margen la también necesaria y compleja reflexión sobre las propias nociones de valor y de beneficio, cabe llamar la atención sobre cómo la evolución de los mercados financieros ha modificado en gran medida el rol de los accionistas: el tradicional papel del accionista-propietario, centrado en el control de la empresa cuyas acciones posee, se ha ido viendo sustituido por el del accionista-inversor centrado en la rentabilidad y liquidez de su inversión.

Esta evolución ha hecho que se tambalee la concepción de empresa como propiedad de sus accionistas, dando un protagonismo creciente en el proceso de creación de valor a las capacidades colectivas construidas por la propia empresa, mucho más allá de los activos que figuran en su balance. Se trata de una línea de argumentación que ya planteaba en 1932 el trabajo clásico de Adolf Berle y Gardiner Means, The modern corporation and private property.

No puede obviarse que la forma en la que se genera y se distribuye el beneficio presenta notables diferencias entre la amplia tipología de empresas: grandes sociedades o pequeñas empresas individuales, empresas cotizadas o no cotizadas, sociedades anónimas o cooperativas… Pero si algo caracteriza al proceso de construcción de valor de cualquier empresa es su naturaleza colectiva y las múltiples fuentes que lo originan: tan relevante es el capital y los activos que este financia, como las capacidades y la dedicación de los trabajadores que integran la empresa, el saber hacer de los proveedores con los que se relaciona, la disponibilidad de los recursos naturales requeridos, o el consentimiento de la comunidad en la que opera la organización para el desarrollo de su actividad.

Si aceptamos que el valor creado por la empresa es fruto de la intervención coordinada de recursos y capacidades desarrolladas colectivamente por los distintos agentes que se vinculan con la organización, resulta difícil seguir defendiendo que los propietarios del capital constituyan un grupo jerárquicamente superior a los demás (lo que es extensible a la alta dirección cuando se trata de grandes empresas con propiedad y control claramente separadas). La idea sobre la superioridad del accionista tradicionalmente se ha apoyado en los argumentos del beneficio y del riesgo.

Pero, por un lado, el hecho de que la empresa genere beneficio no quiere decir que deba ser reservado para remunerar de modo exclusivo o prioritario al accionista, porque no es el único agente que participa en la creación de ese beneficio. Y, por otro, el capitalismo financiero transfiere el riesgo del accionista a toda la sociedad: comparen, si no, la dimensión de las pérdidas en las que puede incurrir un inversor cuando proporciona su capital a la empresa con las que asume un empleado (con unas condiciones de contratación y remuneración estándar), que aporta su talento, su energía y su tiempo vital a las necesidades específicas de una empresa.

Ante la decadencia de tales argumentos, surge el llamamiento a la redefinición del gobierno de la empresa, que requeriría un poder ejercido sobre bases mucho más democráticas, en correspondencia con la naturaleza colectiva de la realidad empresarial, y trascendiendo los intereses de un solo grupo considerado como prioritario.

Ahora bien, superar tales barreras mentales no es tarea fácil: el arraigo centenario de la idea de empresa como propiedad de sus accionistas nos ha hecho aceptar casi como una ley natural que las empresas puedan ser gobernadas de modo no democrático y esencialmente para los intereses de un grupo; y que veamos a ese gobierno no democrático de la empresa como legitimado para decidir unilateralmente qué significa ser responsable y qué otros grupos de interés va considerar o no en el ejercicio de esa responsabilidad.

¿Hay algún espacio posible hacia el que la idea de empresa convencional pueda evolucionar para alinearse con el bien común? Una primera respuesta surge de modo inmediato: si la misión primordialmente económica de la empresa convencional es una causa central de su colisión con el bien común, será ahí donde hay posibilidades de cambio. Esto nos puede remitir a la idea de empresa social, esa variante de la empresa convencional diseñada desde la consciencia de un problema social y el deseo de transformación, por lo que el bien común es la materia prima desde la que se define el valor que crea. Por tanto, constituye un terreno propicio en el que hacer más visible la naturaleza colectiva de la creación de valor y, en coherencia, ejercitar la práctica de su gobierno desde principios más democráticos. De hecho, no es raro que la empresa social se funde con formatos jurídicos cooperativos y rutinas de funcionamiento ampliamente participativas.

Es cierto que, en la práctica, las empresas sociales pueden privilegiar la atención a uno o varios colectivos frente a otros. Sin embargo, esto será una consecuencia del cumplimiento de su misión social concreta, pero no constituirá el criterio que articula su proceso de creación de valor. Por tanto, la empresa social puede aportar una experiencia muy útil para superar el paradigma actualmente dominante en la noción de empresa y su gobierno, debido a que emerge desde una comprensión mucho más holística de la realidad en la que opera que la que tiene una empresa nacida para lograr un fin económico.

Este artículo refleja la opinión y es responsabilidad de su autora. Economistas sin Fronteras no necesariamente coincide con su contenido.

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