“Todas las razones para hacer una revolución están ahí. No falta ninguna. El naufragio de la política, la arrogancia de los poderosos, el reinado de lo falso, la vulgaridad de los ricos, los cataclismos de la industria, la miseria galopante, la explotación desnuda, el Apocalipsis ecológico… no se nos priva de nada, ni siquiera de estar informados de ello.”
Ahora, Comité Invisible (2017)
Una nube cargada de fuego y ceniza soterró hace pocos días pueblos enteros en Guatemala. La alarma para resguardarse, siguiendo la usual negligencia del Estado, llegó tarde. La evacuación, caótica y precaria, cobró la vida de rescatistas y de pobladores, muchos niños, todos pobres. La vulnerabilidad de la infraestructura hizo puentes colapsar. Las imágenes de un volcán activo, explotando y de ríos de lava y lodo dieron vuelta al mundo y sacudieron al país, que se volcó en esa solidaridad momentánea, en esos momentos de simpatía forzada hacia los más discriminados y excluidos del país que son la excepción a la regla. En una cultura donde únicamente es válido pedir cuando se ha perdido todo.
Calamidad declarada como el único vehículo para que el Estado, que sirve a pocos, se active para los más, por instrucción de esos pocos y con beneficio directo a ellos. Ellos, que lucraran con la desgracia una vez más, repitiendo los errores, con carreteras mediocres e infraestructura sobrevalorada, sin licitar. Para los que el Estado no es más que una finca y los muertos pobres, daño colateral.
El volcán cobró alrededor de 400 vidas en un país donde más de cinco mil personas mueren al año por armas de fuego, donde más de un centenar de niños muere por desnutrición aguda y más de la mitad de niños menores de cinco años vive permanentemente con ella, con daños irreparables al crecimiento y desarrollo humano. Estado fallido. Desigualdad. Falta de responsabilidad.
Guatemala está volviendo aceleradamente a un pasado militarizado y represivo. En menos de un mes, siete líderes campesinos han sido ejecutados extrajudicialmente y el discurso del odio hacia los campesinos ha alcanzado niveles similares a los de la guerra. Las más altas esferas empresariales están involucradas criminalmente en financiamiento electoral ilícito, expuesta su captura de la política del país. El Presidente trata de expulsar a una Comisión Internacional contra la Impunidad que le investiga. Los poderosos de Guatemala piden a Washington salvación construyéndole embajadas en Jerusalem, y poco les importa la indígena guatemalteca ejecutada en la frontera, los miles de niños atrapados en el limbo migratorio. Su política exterior es salvarse a sí mismos.
En Nicaragua, del otro lado del espectro político pero con pactos idénticos con la misma clase de empresarios, la erupción ha sido distinta, de piedras, barricadas y hartazgo. Por dos meses, y siendo testigos de primera mano de la brutalidad estatal, que ejecutó a sus pares a balazos, los jóvenes universitarios de Managua han pasado de la pancarta a la trinchera, de la indignación a la rabia. Casi doscientos muertos y dos meses de crisis política después, la esperanza de un cambio real de poder se hace distante, y su pedido se diluye, a su causa la secuestran, la desaceleran, la aprovechan los que no ponen los muertos, casi doscientos, casi todos jóvenes desarmados, muchos menores.
Los actores usuales de la vieja política vuelven a la mesa de diálogo, sofocando las voces que pedían un terremoto que sacudiera desde la base a ese pacto de élites que lleva más de una década dejándolas fuera. Esta crisis que recuerda a la de Honduras en 2009, larga, lenta, invisible al mundo y con un perdedor predeterminado: el pueblo.
Hoy, a pesar de la brutalidad y de escuadrones de la muerte sueltos por Managua y Masaya, la presión regional no existe, las fronteras siguen abiertas y el comercio circulando. Mientras paramilitares matan a jóvenes de quince años a balazos en el pecho, las élites económicas de la región, cercanas y cariñosas con Ortega, se apresuran a, no importando que pase, se aseguren sus inversiones.
Será salida negociada de los Ortega o perdones y comisiones estabilizadoras, elecciones anticipadas en un país donde ha reinado un solo partido. Los estudiantes no serán los que tomen el poder en estas circunstancias. Volverá cada uno a universidades precarias, con sus nombres en ficheros. A una calma negociada como la de Guatemala en 2015. A otro parche en el sistema que solo invita a preparar maletas y migrar.
La primavera democrática centroamericana está queriendo brotar desde hace cuatro años y a nadie afuera le importa. En un país de 25 millones de jóvenes precarios, ya solamente la contiene ese pacto cerrado entre gobierno, empresarios e iglesia. Y no encuentra apoyo en una izquierda local marchita que defiende slogans desteñidos y vacas sagradas. Que se rehusa a abrir espacios, formar y apoyar nuevos liderazgos, que falló en aceptar errores, renovarse, formar a dos generaciones. Que aún endosa toda culpa a ese “Imperio” al que la región le importa cada vez menos.
¿Cuál es la via ahora? es urgente activar redes de solidaridad internacional, desde el Sur, desde Europa, desde todos lados, que giren la mirada hacia allá, que apoyen la lucha desde la base, que formen a los nuevos líderes. Es importante para los movimientos sociales globales poner a los pequeños países en el mapa y ofrecer a esta nueva generación de líderes, el apoyo, la guía y la posibilidad de construir una agenda internacionalista en donde sus sueños quepan. Reconocerles como el cambio necesario. De nada sirve solidarizarse con los pequeños migrantes separados de sus padres si no se activa un cambio real en el lugar más desigual y violento de la región, en Centroamérica, en un lugar que poco le falta para explotar.
Sin esto, lo que sigue, es lo de siempre. Las élites, tanto de Guatemala como de Nicaragua están peregrinando a Washington a suplicar intervenciones, a pedir que gobierne por delegación lo ingobernable. Pero a esta administración le importa cada vez menos el trópico caótico. De toda la región, solamente en Panamá hay Hotel Trump.