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Feijóo anda perdido

Feijóo coge a un bebé en brazos durante la Intermunicipal del PP en Valencia, el 4 de febrero.

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Aunque recita sin pausa lo que le han escrito para salir en los papeles, el líder del PP pierde presencia y fuerza cada día que pasa. Es difícil discernir qué expresa su rostro, hierático a veces, soso casi siempre, pero lo que no trasmite en ningún momento es la convicción de que va por el buen camino, de que está haciendo lo que se había propuesto. Y las cosas que dice, algunas estrambóticas, suenan demasiado a material que le han preparado, a que nada suyo hay en ellas. A no ser que en él se produzca un cambio drástico, es inimaginable que este hombre pueda hacer una campaña electoral a fondo, en la que hay que poner alma y carisma.

Está claro, además, que el equipo que le asesora no es precisamente bueno. Para empezar, le ha impuesto algo que seguramente no tiene sentido: que salga a la palestra todos los días o cuando menos todas y cada una de las veces que el Gobierno o, mejor, Pedro Sánchez, diga o haga algo. Y no de cualquier manera. Sino para ponerlo a caldo con los calificativos o argumentos más duros posibles. Como si la consigna en los despachos del PP fuera que dejar pasar, sin demolerla, cualquier iniciativa del rival viniera a ser como un reconocimiento de su superioridad.

No son esos mimbres sólidos para fortalecer una alternativa. Un partido que cree que puede gobernar puede perfectamente permitirse la aceptación de alguna iniciativa del rival. Es más, eso debería de aumentar su credibilidad. Pero los asesores de Feijóo, y seguramente él mismo, han debido concluir que la mejor manera de ganar las elecciones es destruir a la izquierda y, en particular, a su líder. Lo malo es que si esa estrategia no funciona se pueden encontrar colgados en el vacío.

Lo malo, además, de esa táctica de denostar todo lo que hace el Gobierno, sin concesiones, es que hay que trabajar muy rápido, porque Sánchez y el PSOE no paran, y eso lleva a cometer errores o, cuando menos, a construir argumentos muy poco sólidos. Decir que la idea de la reforma de pensiones del Gobierno está equivocada y que la buena es la que inspira el plan de Emmanuel Macron no sólo es ideológicamente perverso, porque en el fondo lo que propone son recortes, sino que es un sinsentido cuando el argumento que el PP esgrime para votar en contra de esa reforma es que no se les ha informado sobre su contenido. Entonces, ¿cómo la pueden descalificar con tanta contundencia?

Feijoo debería estudiar con más calma lo que sus asesores le dicen que diga. Como el ataque insensato a las cumbres iberoamericanas que ahora el PP odia simplemente porque a ellas va Pedro Sánchez. ¿O está tan obsesionado con contratacar con lo que sea que no se para a analizar sus palabras?

Meteduras de pata aparte, como la de acudir al acto en el que tomaría parte una desaforada predicadora evangélica, la pérdida de protagonismo de Núñez Feijoo en sus propios actos políticos no es cosa de ahora. Viene de atrás. El líder del PP anda perdido tras el corto momento de gloria que vivió nada más asumir el cargo, porque cualquier cosa que no fuera el desastre de Pablo Casado era un canto a la esperanza.

Pero si se piensa un poco sobre los mimbres sobre los que sus exégetas han venido construyendo su figura se atisba la idea de que estos no son abrumadoramente sólidos. Sus décadas de carrera política no habían conseguido que él superara el listón, nada despreciable por supuesto, de líder victorioso de la derecha en una región que no está precisamente en el eje del poder, político y económico de España.

Hasta que dio el salto a la presidencia del PP, Feijóo estuvo casi siempre muy lejos de los cenáculos en los que se trataban los asuntos importantes. Y eso es inevitablemente un hándicap cuando lo que se pretende es gobernar un país. Feijóo puede perfectamente estar soportando, y sufriendo, el peso de esa limitación. Incluso eso explicaría el aire un tanto perplejo, tímido incluso, que ofrece cuando se le ve en público. Como si el escenario al que ha accedido de repente le viniera demasiado grande.

Basta mirar la hemeroteca para concluir que Núñez Feijóo accedió al liderazgo del PP porque el partido necesitaba con dramática urgencia que alguien sustituyera a Casado. Que no había habido proceso previo de reforzamiento del nuevo dirigente máximo. Que se le trajo de Galicia a Madrid con lo puesto. Es decir, siendo el mismo de siempre, con sus éxitos y limitaciones.

Y en política el paso del tiempo es cruel y antes o después esas limitaciones salen a la luz sin tapujos. Si, encima, enfrente tiene a un rival que no ceja, dispuesto a todo con tal de no perder, la cosa se complica. Porque Núñez Feijoo no va a tener un momento de respiro. Sánchez no se lo va a dar. 

Y sus otros rivales, tampoco. Isabel Díaz Ayuso espera detrás de la esquina para darle el hachazo si no gana las generales. Y Santiago Abascal va a tratar de seguir haciéndole la vida muy difícil, porque los problemas del PP son el combustible que Vox necesita para seguir existiendo. A Alberto Núñez Feijóo le esperan ocho o nueve meses de sufrimiento.

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