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Parece ser que el feminismo sigue siendo trending topic. Y yo que me alegro.
Acumulo 60 largas e intensas primaveras a mis espaldas. Una vida llena de viajes, historias, luchas y transformaciones que han hecho de mí la mujer que soy hoy. Créanme cuando les digo que he visto de todo. Pero hay algo insólito en esta época de cambios y que no esperaba tener el privilegio de presenciar: que el feminismo sea hoy un movimiento popular.
Todavía se me eriza la piel cuando recuerdo los cánticos de las compañeras vascas en aquella abarrotada plaza de Bilbao el 8 de marzo de 2018. Un presagio que anunciaba lo que estaba por venir.
Aquella jornada fue un antes y un después en la lucha de las mujeres en España. Una lucha que no empezó hace años, sino décadas, pero que jamás había penetrado con tanta fuerza en el tejido social. No hace falta rebuscar muy atrás en los archivos de los periódicos para encontrar fotos de ochos de marzo igual de reivindicativos, pero mucho menos multitudinarios.
Con todo, hay algo que echo de menos de aquellos días. Una suerte de espíritu de sororidad que nos comprometía y nos hermanaba en la disidencia. Éramos menos, pero más unidas. Incluso cuando llovía y estábamos caladas hasta los huesos.
Supongo que forma parte de un proceso natural: cuanto más grande y exitoso es un movimiento social, más se exponen sus grietas y contradicciones. La que me inquieta hoy por hoy tiene que ver con la propia concepción de la lucha. Con la pregunta fundamental.
“¿Qué es el feminismo?” o, más bien, “¿quién es el feminismo?”
Circula por ahí una idea de la mujer –en singular– que confronta con el espíritu del 8 de marzo. Un pensamiento excluyente que se cree con la licencia de expedir 'carnets de feminista' o, incluso, 'carnets de mujer'. Una postura que me hace recordar con preocupación aquellos tiempos en los que algunas voces no creían que las mujeres pobres estuvieran capacitadas para votar. Un desdén parecido al que sufrieron las lesbianas y las bisexuales no hace muchos años, cuando no eran bienvenidas al movimiento.
En todo caso, no es mi intención malgastar estas líneas en una batalla estéril que desvía nuestro foco y nuestras energías, porque suficiente tenemos con enfrentarnos a un enemigo común que se regocija en nuestras divisiones. Pero sí me gustaría animar a esas personas a que reflexionen sobre el daño que nos hacen cuando no escuchan. Cuando rechazan.
Porque yo tengo clara la respuesta a la pregunta de antes: el feminismo somos todas.
Las agricultoras que subsisten en el campo que se vacía.
Las jóvenes universitarias que bailan contra los violadores en todo el mundo.
Las ejecutivas que renunciaron a su vida familiar para llegar más alto.
Las guapas, las feas, las gordas y las delgadas.
Las diputadas de cualquier signo que reciben 'piropos' que nunca pidieron.
Las que aman de distintas formas y las que no aman a nadie porque no les da la gana.
Las empleadas del hogar y los cuidados a las que hemos dado la espalda.
Las que se suben a una balsa huyendo de la guerra.
Las trans, las negras, las que viven con discapacidad y las demás borradas.
Con todas y por todas. Por las que estamos y las que estarán, y por las que ya no están porque las asesinaron.
Desde Santiago de Chile hasta Verín. Desde Nueva Delhi hasta Berlín.
El feminismo sale a la calle, una vez más, para reclamar lo que es básico: la igualdad real. También batallaremos en nuestros trabajos, en las comidas familiares y en los parlamentos.
Lo haremos para afrontar las violencias machistas, la brecha salarial, el techo de cristal o el reparto de los cuidados. Lo haremos para reclamar nuestro papel protagonista en las grandes transformaciones sociales que nos traerá el siglo XXI.
La gesta se aventura larga y mi generación no vivirá lo suficiente como para ver cumplidas todas nuestras reivindicaciones, así que, permítanme verbalizar lo obvio: o remamos en la misma dirección o naufragamos por el camino. El reencuentro es una cuestión de compromiso con las que nos preceden. Es nuestra responsabilidad histórica.
Lo bueno de hacerse mayor es que una le pide a la vida cada vez menos cosas. Yo me conformo con una bien sencilla: que todos los días sean 8 de marzo y que todos los 8 de marzo sean el día de todas nosotras.
Como diría Angela Davis: “Hay que actuar como si fuera posible transformar radicalmente el mundo. Y tienes que hacerlo todo el tiempo.”
Hagámoslo unidas, desde nuestras sanas diferencias y complejas intersecciones, en un feminismo que no deja a nadie atrás.
Nos vemos en la lucha.
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