Filtraciones buenas y filtraciones malas

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Estos días los medios de comunicación están publicando pantallazos de conversaciones privadas del fiscal general del Estado. Han salido de un informe que pidió el juez Ángel Hurtado. Es grave, porque son charlas protegidas constitucionalmente que se han conseguido solo con autorización de un juez. Es también esperpéntico, porque lo que se ha filtrado es la investigación de una filtración. Pero, sobre todo, es terrible porque todo lleva a pensar que esta vez el delito de filtrar no se va a investigar. Al fin y al cabo, le viene bien a la derecha política y judicial para dañar a Pedro Sánchez. No como las otras filtraciones, que desmentían un bulo del entorno del Partido Popular.

El Código Penal castiga a cualquier autoridad o funcionario público que revele informaciones que haya conocido por su cargo y que no deban ser divulgados. Es lo que dice su artículo 417 y lo que ha llevado a que se investigue si el fiscal general del Estado envió a la prensa unos correos en los que el abogado del novio de Isabel Díaz Ayuso buscaba llegar a un acuerdo con la fiscalía a cambio de reconocer que había cometido un delito fiscal. Es dudoso que tales correos sean, estrictamente, documentos que no se deban divulgar; muchos de los mejores profesores de derecho procesal defienden que ese tipo de negociaciones deben ser públicas. En todo caso, no hay duda de que el fiscal general del Estado no debe filtrar documentación a la prensa. Ni siquiera para desmentir un bulo. Si hay indicios de que pudiera ser culpable de tal conducta, es lógico que se investigue respetando todos sus derechos procesales.

No es tan lógico, sin embargo, investigarlo sin tales indicios. Mucho menos si se hace con intención de socavar políticamente al Gobierno buscando el efecto mediático antes que el jurídico. La investigación se está produciendo en medio de estas dudas, y en ellas, de pronto, nos encontramos con un disparate que debería hacer saltar todas las alarmas: el juez decidió que para saber si tenemos un fiscal filtrador tenía que leer toda la correspondencia de ese fiscal de los últimos seis meses, mandó a la Guardia Civil a intervenir esos mensajes... e, inmediatamente, alguien filtró a la prensa algunas de esas conversaciones privadas conseguidas por el juez.

Políticamente, la nueva filtración plantea muchas dudas: pensando mal, alguien podría pensar que se prefiere la prensa a la justicia. Que el objetivo no es tanto completar un proceso penal para determinar si es culpable o no como conseguir cualquier cosa que se pueda publicar y hacer daño político sin esperar a los sosegados tiempos judiciales. Jurídicamente, la duda es aún mayor. Investigando a alguien por revelar secretos, alguna autoridad o funcionario ha revelado sus secretos.

Dice el artículo 18 de la Constitución que se garantiza el secreto de las comunicaciones, salvo resolución judicial. Se asegura así que todos podamos comunicarnos libremente con otras personas sin miedo a que quienes no participan en esas conversaciones puedan conocerlas. El único que puede acceder a lo que hablamos con otras personas es un juez y solo para investigar un delito. No es un disparate desear vivir en una sociedad en la que si un juez consigue mis conversaciones privadas no sea para mandárselas al día siguiente a la prensa. 

Si el juez Hurtado tuviera un mínimo de dignidad profesional debería abrir de inmediato una investigación de oficio para descubrir cómo han acabado en los medios de comunicación unos mensajes privados protegidos por la Constitución y a los que sólo se tuvo acceso por su intervención. El caso es aún más llamativo porque cuando se le pidió a ese mismo juez que suspendiera la intervención de las comunicaciones para evitar su filtración, el juez negó la posibilidad misma de que eso fuera a pasar. Dijo el juez, literalmente, que la intervención se practicaba bajo el secreto de sumario y que la intervención la iba a hacer una unidad de la Guardia Civil “de cuya labor y celo no hay razones para dudar”. Ahora que la realidad ha dejado por los suelos la palabra de este juez, lo mínimo que debería hacer es investigar cómo es posible que la unidad policial haya permitido que mensajes privados aparezcan en la prensa.

Ya han salido a la palestra los habituales columnistas jurídicos, aficionados al derecho con más intención política que conocimientos, a decir que no es igual. Que en un caso el delito lo habría cometido una altísima autoridad del Estado y el otro un simple policía. Más allá de que de esta manera estos periodistas están dejando a sus fuentes a los pies de los caballos, deberían saber que jurídicamente los casos son iguales. Con el añadido de que la justiciera Sala Segunda del Tribunal Supremo, que ha mostrado ese súbito celo por perseguir las filtraciones, queda con sus partes pudendas al aire si, al hacerlo, ella misma consiente en filtraciones de comunicaciones privadas.

No. Resulta triste decirlo, pero si no se investiga este daño a los derechos fundamentales no es porque sea menos grave. Es porque la lastimosa politización de nuestro Tribunal Supremo ha llegado al extremo de que parece que sólo actúa cuando puede perjudicar al presidente del Gobierno, pero nunca si a quien puede dañar cumpliendo su tarea es al partido contrario, con el que comulga la inmensa mayoría de sus miembros. Nuestro máximo órgano judicial está tan politizado que sus miembros no prevarican porque no son conscientes de estar actuando injustamente. Cegados por su sumisión a un partido, creen que están haciendo justicia. No cometen un delito, pero su ceguera hace que dejen los que les convienen sin perseguir.