Desde que tomó posesión del cargo el pasado 4 de julio, la fiscala general del Estado, María José Segarra, ha evitado en público y en privado asumir el discurso que construyeron sus dos antecesores, nombrados por el Gobierno del PP, que pasa por defender que el proceso independentista catalán fue una rebelión violenta contra el Estado y que sus líderes deberían ser condenados a penas que superan los 20 años de cárcel. ¿Quiere eso decir que la Fiscalía no acusará por rebelión en el juicio contra los independentistas? Probablemente no.
Su desapego a la tesis dominante en la Fiscalía y en el Tribunal Supremo quedó en evidencia hace dos semanas, durante la Apertura del Año Judicial Militar. Segarra fue preguntada si el argumento que utilizó el Ministerio Público para sostener que Carles Puigdemont y Oriol Junqueras alentaron la violencia con vistas a sostener la estrategia independentista podría ser aplicable también a Quim Torra, tras los disturbios que se produjeron frente al Parlament. “Todavía no hemos formulado el escrito de acusación con respecto a los hechos del año pasado”, señaló para añadir a continuación que era “muy prematuro” hablar de lo sucedido en el primer aniversario del 1-O porque aún no se habían presentado los atestados policiales.
En septiembre, en el discurso que pronunció en el Tribunal Supremo para dar por iniciado el curso judicial, Segarra apenas dedicó cinco párrafos a la situación en Catalunya, y lo más contundente que dijo es que “nadie está por encima de la ley” y que ella sería “especialmente firme frente a cualquier intento de condicionar, personal o profesionalmente” a todos los fiscales que ejercen en esa comunidad, a los que envió “un apoyo absolutamente inequívoco”.
La jefa del Ministerio Público también ha calificado de “conjeturas” las informaciones que apuntan que los cuatro fiscales del caso quieren incluir el delito de rebelión sin ningún tipo de alternativa, e incluso en su variante agravada al absorber la pena por malversación, en el escrito de acusación que presentarán en los próximos días, en cuanto el Tribunal Supremo les notifique el auto de apertura de juicio oral.
Esa circunstancia situaría a los presuntos líderes de la presunta rebelión, con Oriol Junqueras a la cabeza, frente a peticiones muy cercanas a los 25 años de prisión, y pospondría, al menos hasta el final del juicio -cuando la Fiscalía tendrá que elevar a definitivas o modificar sus conclusiones- la posibilidad de que la acusación se quede en un delito de sedición (con penas de entre 15 y 25 años) o en una conspiración para la rebelión (de entre tres años y medio y algo más de siete).
Tras la publicación de los planes de los fiscales, y pasadas las ocho de la tarde del domingo en el que finalizó el Puente del Pilar, la Fiscalía General del Estado emitió un inédito comunicado en el que señalaba que su departamento no había “facilitado escrito ni información alguna” sobre la acusación y advertía de que la petición de penas seguía siendo “objeto de estudio”. “Cuando se presente el escrito de conclusiones provisionales se dará a conocer por la Fiscalía, facilitando a los medios copia del mismo”, añadía.
La prudencia de Segarra contrasta con el ardor con el que los fiscales del Supremo defienden el delito de rebelión. Con la inestimable ayuda de los partidos independentistas, que siguen presionando mañana, tarde y noche al Gobierno y a la Fiscalía para que se retiren los cargos contra los procesados a cambio del apoyo a los Presupuestos, han construido entre todos un relato que, incluso en la parte final del juicio, será difícil de desmontar. Porque cualquier rebaja que adopte la Fiscalía, aunque se explique con profusión de términos jurídicos, será ya interpretada, sí o sí, como una cesión política a los independentistas que utilizarán de forma inmisericorde PP, Ciudadanos y Vox para presentar al Gobierno de Pedro Sánchez rendido ante las exigencias de los “golpistas”.
Y eso que el relato alternativo a la rebelión podría haberse construido a partir de los argumentos del propio presidente del tribunal, Manuel Marchena, que incluyó la alternativa de la conspiración para la rebelión en el auto de admisión a trámite de la querella; o de la ya jueza del Supremo Carmen Lamela, que en la Audiencia Nacional optó por procesar al major de los Mossos d’Esquadra, Josep Lluis Trapero, por dos delitos de sedición, uno de organización criminal y ninguno de rebelión.
A ellos hay que unir las opiniones de Pascual Sala, expresidente del Constitucional y del Supremo, que esta semana rechazó que en Catalunya se hubiera producido “un levantamiento violento”; del catedrático Diego López Garrido, redactor del tipo penal de la rebelión; de más de un centenar de juristas y profesores de Derecho Penal que firmaron un manifiesto crítico con la actuación del juez Llarena; y de los magistrados que han tenido que pronunciarse en Alemania, Bélgica y Reino Unido sobre la entrega a España de los reclamados por el Supremo. Un discurso posible pero que, a estas alturas, quizá ya llegue tarde.