A Heráclito de Éfeso, llamado El Oscuro, Platón le atribuye la frase de que un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río porque entre una y otra las aguas no son las mismas y el hombre tampoco. Al filósofo le contradicen todos los actores del juicio del procés porque, tras cuatro meses en los que se han escuchado a 12 acusados y 422 testigos, se han practicado una treintena de pruebas periciales y se han visto centenares de vídeos, en este río nadie se mueve ni medio centímetro del lugar exacto en el que se zambulló.
La Fiscalía no cede y se reafirma en que lo que sucedió en Catalunya durante aquellos días efervescentes de septiembre y octubre de 2017 fue un golpe de Estado violento. Javier Zaragoza, Consuelo Madrigal, Jaime Moreno y Fidel Cadena le han comprado, uno por uno, los argumentos al coronel de la Guardia Civil, Diego Pérez de los Cobos, que se libró in extremis de un careo con el entonces número dos de los Mossos d’Esquadra, Ferrán López, y al teniente coronel, Daniel Baena, que entró y salió crecido de la sala de vistas.
Pérez de los Cobos dirigió el operativo policial que intentó sin éxito evitar el referéndum y fue el mando que, según la versión del exmajor Josep Lluís Trapero, decidió a primera hora de la mañana del 1 de octubre romper de manera unilateral la coordinación entre Mossos, Guardia Civil y Policía Nacional, y ordenar las cargas de las Fuerzas de Seguridad del Estado que dieron la vuelta al mundo.
En sus declaraciones como testigos, Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y Juan Ignacio Zoido hicieron la táctica del avestruz y negaron cualquier responsabilidad en los hechos. Los únicos que asumieron el código rojo del procés fueron el número dos de Interior, José Antonio Nieto, y el propio Pérez de los Cobos. Suya es la idea que recoge la Fiscalía en su escrito de conclusiones definitivas al afirmar que la actuación “ineficaz” de la policía catalana fue “determinante” para celebrar el referéndum.
El Ministerio Público también asume la parte de la declaración de Trapero que le interesa, la relativa a la advertencia que hizo a Puigdemont de que, si mantenía la convocatoria del referéndum, podían producirse enfrentamientos violentos en los colegios y su amenaza o su boutade de declarar la independencia si eso sucedía. Pero obvia la respuesta que el expresident trasladó a los mandos, que desmentiría que los 17.000 agentes del Cuerpo estuvieron al servicio del proyecto secesionista: “Hagan lo que tengan que hacer”.
Baena, el mando de la Guardia Civil al que el titular del Juzgado de Instrucción número 13 de Barcelona, Juan Antonio Ramírez Sunyer, encargó que investigara la organización de la consulta, también ha inspirado a los fiscales en sus conclusiones. Fue él quien apuntó en el juicio que Catalunya vivió “un clima inserruccional” en aquellos días y así figura en un escrito en el que las alusiones a la “violencia”, la gran obsesión del Ministerio Público, han pasado de ocho a 14 con el transcurso del juicio.
Este planteamiento demuestra que la fiscal general del Estado, María José Segarra, ha dado antes y después del juicio autonomía a los responsables del caso y que, por muchas acusaciones que hiciera la derecha en la plaza de Colón, el Gobierno al que dibujaban “entregado a los independentistas” cayó por la falta de apoyo de estos a los presupuestos y no ha influido, que se sepa, en el desarrollo del juicio del procés.
En el Supremo nada fluye, todo permanece. Y la Abogacía del Estado mantiene la tesis de la sedición, es decir, que la violencia se redujo a desórdenes públicos puntuales durante los registros del 20-S y en los colegios el 1-O, y que los acusados instaron a las masas a impedir el cumplimiento del mandato judicial que tenían los agentes que registraron los edificios de la Generalitat durante la operación Anubis y los que se llevaron las urnas del referéndum ilegal. “Un golpe al Estado”, como resumió el expresidente del Gobierno Felipe González.
La acusación popular de Vox, el mejor aliado de las defensas por la impericia procesal que han acreditado sus silentes abogados durante toda la vista, mantiene su estrambótica petición de dos rebeliones y una organización criminal y tiene un gesto con Santi Vila -al reducir sus delitos a desobediencia- que solo servirá para complicarle aún más la vida ante los que le señalan de botifler y quienes, como el líder de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián, le borran del banquillo al señalar que los acusados son 11 y no 12.
Las nimias modificaciones de las acusaciones en las estancadas aguas del procés llegan después de que el tribunal haya visto los ansiados vídeos propuestos por las partes que, a pesar de ser muy parecidos, justifican el relato de la rebelión de un lado y el de la desobediencia civil pacífica del otro. En esos vídeos se observa, objetivamente, a una mayoría de ciudadanos y policías comportándose sin violencia y a una minoría lanzando piedras o dando porrazos, puñetazos y patadas voladoras. Al lado de los enfrentamientos de Gamonal, Rodea el Congreso o el propio asedio al Parlament de 2011, que fueron hábilmente exhibidos por iniciativa del impecable abogado de Forn, Javier Melero, la violencia del procés se parece mucho a la de un parque de bolas.
Porque para que haya rebelión es necesaria la existencia de la violencia idónea, la necesaria, la imprescindible para que, gracias a ella, pudiera declararse la independencia de Catalunya y, según revelaron el lehendakari Urkullu y el repudiado Santi Vila, ésta se proclamó de rebote, por la presión de la calle y casi sin querer. Aún así, nadie en el juicio se mueve de sus posiciones porque, como también decía Heráclito, el del río de Éfeso, “la guerra es común a todas las cosas y la justicia es discordia”.