La fotografía del niño sirio
Parece que en algunas redacciones de medios de comunicación se debatió el miércoles pasado sobre la conveniencia o no de publicar la fotografía de Aylan Kurdi, el niño sirio de 3 años que murió ahogado en el mar Egeo. Es esta una de esas discusiones que se viene repitiendo en los consejos de redacción de medio mundo ante imágenes dolorosamente estremecedoras, que llegan como bofetadas de realidad a una sociedad ensimismada en sus problemas —generalmente livianos en comparación— y que prefiere mirar hacia otro lado antes que observar de frente el dolor ajeno.
Viene ocurriendo desde que se impuso la moda de lo políticamente correcto, de tal modo que los periodistas que antes parecían (parecíamos) saber por puro instinto cuándo se está ante un trozo de realidad que no se puede sustraer al conocimiento de la ciudadanía, dudan (dudamos) ahora de si es apropiado emitir en un informativo o colocar en la portada de un periódico una fotografía determinada, que no es más que un pequeñísimo reflejo de lo que está pasando alrededor, pero que “podría herir la sensibilidad de los espectadores”.
El horror del niño muerto en la playa de Bodrum ha dado la vuelta al mundo y parece haber sacudido las conciencias de muchos ciudadanos europeos. Más que esas otras imágenes del mismo drama en las que se ve a hombres, mujeres y niños tratando de atravesar la alambrada de concertinas de Hungría, aferrándose a las vías de un tren que les deja en medio del campo o intentando, en oleadas, de llegar a pie a Austria y Alemania. Unas secuencias que volcadas en blanco y negro parecerían las de tantos antepasados que hace décadas también huyeron del horror atravesando otras fronteras.
Así que se podría decir que la foto de Aylan ha contribuido a cambiar la política europea hacia los refugiados. O por lo menos que ha obligado a los políticos a hablar de esta crisis humanitaria con un poco de humanidad y no con la indiferencia con la que lo hacían hace solo unos días. Se escudaban entonces en que las poblaciones de sus países no pedían que se ayudara a estas decenas de miles de personas que escapan de la guerra, si acaso que parecían decantarse por lo contrario, por encerrarse en las fronteras de la rica Europa y levantar altos muros que impidieran su entrada.
Aquí, sin ir más lejos, el Gobierno dijo el viernes de la pasada semana que España estaba “saturada” de inmigrantes y no se podía acoger a nadie más, y este viernes el presidente Mariano Rajoy aseguró, por el contrario, que “España no va a negar el asilo a nadie”. Este cambio de actitud del Gobierno no se debe solo a la conmoción de la ciudadanía ante la evidencia de que hay niños —también sus padres y sus abuelos— que, abandonados a su suerte, mueren en el Mediterráneo. También ha contribuido la sensación de se quedaba solo en el terreno de la insensibilidad y la injusticia, mientras algunas comunidades autónomas y muchísimos ayuntamientos anunciaban su decisión de acoger a los refugiados. Ahora, hace falta que demuestre que su disposición es real abriendo las puertas y poniéndose en la UE del lado de los países que atienden y cobijan a los que buscan asilo y no del de los que los maltratan y expulsan.