Las playas de Francia parecen haberse convertido en el lugar en el que afirmar lo que allí llaman los “valores republicanos”, a veces llamados “valores franceses”. El objetivo fue hace unos días una mujer de 34 años con sus hijos, tumbada sobre la arena de la playa de Niza y con la cabeza y las piernas cubiertas. Allá fueron cuatro policías armados para comprobar qué llevaba debajo e imponerle una multa.
Mucha gente sintió vergüenza y perplejidad, sobre todo fuera de Francia, al ver esas imágenes, producto de la decisión del Ayuntamiento de Niza de multar a aquellas mujeres musulmanas que no fueran con un traje de baño convencional. Desde el principio –por ejemplo cuando el alcalde de Cannes dijo que “el burkini es el uniforme del islamismo extremista, no de la religión musulmana”–, ya se vio que esta prohibición tenía mucho que ver con los prejuicios contra la principal minoría del país, además de por la tensión creada por los atentados ocurridos en Francia en el último año. ¿Pero en qué medida la vestimenta de las mujeres tiene que ver con la seguridad?
La relación no existe, según el Consejo de Estado francés, máximo tribunal administrativo del país. En una decisión relacionada con la prohibición dictada por otro ayuntamiento, el Consejo ha aceptado el viernes el recurso presentado por una organización de derechos humanos. El veto al burkini no es legal: “Ningún elemento permite interpretar que se hayan producido riesgos de problemas de orden público en las playas de la localidad de Villeneuve-Loubet. Ante la ausencia de esos riesgos, la emoción y la inquietud resultantes de los atentados terroristas, especialmente del cometido en Niza el 14 de julio pasado, no son suficientes para justificar legalmente la medida de prohibición”.
“El decreto recurrido ha supuesto un ataque grave y manifiestamente ilegal contra las libertades fundamentales: la libertad de circulación, la de conciencia y la libertad personal”, dictamina el Consejo de Estado. Uno piensa que en la defensa de esos “valores franceses” estarían esos derechos.
La decisión judicial deja en evidencia a esos ayuntamientos y a los políticos franceses, Manuel Valls y Nicolas Sarkozy, entre otros, que los apoyaron. Y reivindica a los que cuestionan que esas decisiones puedan justificarse como una defensa del laicismo.
La ministra francesa de Educación no se calló cuando vio las fotos de la mujer multada en la playa de Niza. Najat Vallaud-Belkacem dijo que esa prohibición era “peligrosa para la cohesión nacional”. En pocas palabras, estaba dirigida contra una parte de la población a la que se asigna la condición de sospechosa. Y además, añadía la ministra, fomenta el “discurso racista”.
Antes de que los partidos de la derecha se apresuraran a criticarla, fue el jefe de la ministra quien la corrigió. “Estas regulaciones se han adoptado en un momento específico”, dijo el primer ministro, Manuel Valls, “en las playas del sur de Francia, unos pocos días después del atentado de Niza y en un contexto especial. Y una vez más hay que decir que el burkini es la esclavitud de la mujer”.
La mezcla de asuntos políticos, religiosos, de seguridad y relacionados con los derechos de la mujer es habitual en esta polémica. El Estado, es decir, Valls, se arroga el privilegio de decir a algunas mujeres cómo deben ir vestidas en lugares públicos, y lo hace en nombre de unos valores morales, porque piensa que la mayoría de la sociedad no aceptaría otra alternativa.
Es la misma forma en que en Irán y Arabia Saudí se justifica la existencia de una 'policía religiosa' cuya función consiste precisamente en eso. Hay diferencias, claro. En unos países, la obligación consiste en ponerse ropa. En Francia resulta ser lo contrario. En ambos casos, se invocan razones de moralidad pública, y es el Estado quien decide cuáles son los límites. Religión y laicismo francés comparten niveles similares de coerción sobre lo que las mujeres pueden vestir. No hay tales limitaciones en el caso de los hombres.
El embajador francés en EEUU intentó explicar en Twitter a una audiencia norteamericana las razones de la prohibición del burkini. Desgraciadamente para él, sin querer terminó por confirmar los temores de los que critican la medida. Dijo que “Francia no ha prohibido nada” al tratarse de una decisión de ayuntamientos, lo lógico en “cualquier democracia descentralizada” (aunque no hay mucha gente que definiría a Francia como un país descentralizado). Las palabras del primer ministro en defensa de la prohibición no le dejaron en buen lugar.
Es más relevante otro tuit del embajador. Cierto tipo de ropa representa “valores contrarios al consenso social”, dijo. Por definición, ese consenso representa los valores de la mayoría. ¿Qué clase de democracia cree que la defensa de las ideas de una minoría (los musulmanes en Francia, en este caso) en cuanto a su ropa debe someterse a lo que esté dispuesto a aceptar la mayoría? Si pensáramos que llevar burkini es una forma de disidencia política o social, ¿dónde queda el derecho a la libertad de expresión de las minorías?
Nicolas Sarkozy ya ha dicho que debería aprobarse una ley en la Asamblea Nacional que extienda la prohibición del burkini a todo el país. Ha hablado de “recuperar Francia”, como si el país hubiera sido secuestrado por un ente extranjero. Es otro de los recursos que Sarkozy aprovecha para buscar votos en la ultraderecha que le sirvan para ganar las primarias de su partido. Pero hay más cosas en juego que su futuro político o las normas de vestimenta en las playas.
En un artículo reciente, una periodista de The New York Times ofreció el testimonio de un alemán que viajó a Siria para combatir en las filas del ISIS. Desencantado, regresó a su país, donde está encarcelado y colabora con las autoridades. Los miembros de un departamento del ISIS que se ocupa de organizar atentados en Europa intentaron en abril de 2015 convencerle a él y otro joven de que se presentara voluntario para esa misión. “Me dijeron que no había muchos en Alemania dispuestos a hacer el trabajo”, dijo Harry Sarfo a las personas que le interrogaron en su país. “Dijeron que contaban con algunos al principio. Pero uno tras otro, decían, se habían acobardado y se asustaron. Lo mismo con los ingleses”.
No había tal problema con los franceses. El otro aspirante a terrorista que le acompañaba les preguntó si tenían voluntarios para atacar a Francia. “Y ellos se comenzaron a reír. Se rieron un montón, lloraban de la risa. 'No os preocupéis por Francia', dijeron”.
La amenaza del terror es real como se ha visto este año. Jóvenes musulmanes de los barrios más deprimidos de las grandes ciudades no sienten ningún sentimiento de identificación con el Estado o la sociedad a la que pertenecen. Algunos viven en el mundo de la pequeña delincuencia y los grupos yihadistas los ven como reclutas potenciales para su causa.
No hay policías suficientes para vigilar a las 10.000 personas que figuran en la llamada Lista S, con todos los sospechosos de ser una amenaza para la seguridad. Se calcula que se necesitan entre 15 y 20 policías para realizar un seguimiento de un sospechoso durante las 24 horas del día. La colaboración de la sociedad, en prevención y vigilancia, es imprescindible. Ante ese problema, polémicas como la del burkini sólo sirven para comunicar a millones de musulmanes que son ciudadanos de segunda clase o que sus símbolos suponen un peligro para la sociedad. Los mismos ciudadanos a los que se necesita en la lucha contra ISIS.
La cohesión social en Francia nunca ha estado más en duda que ahora. Al igual que en otros países europeos, la percepción de los ciudadanos sobre la presencia islámica en el país no puede estar más alejada de la realidad. Creen que el 31% de la población francesa es musulmana cuando la cifra real es el 8%. Cualquier manifestación religiosa o cultural islámica se contempla como una amenaza, incluso si se trata sólo de la ropa de baño.
El modelo de convivencia típicamente francés con el que se integró a los trabajadores que llegaron de las antiguas colonias funcionó durante décadas, pero esos llamados “valores republicanos” basados en la imposición ya no funcionan. Francia siempre ha mirado con recelo el modelo multicultural existente en el Reino Unido, cuyo símbolo más reciente es el alcalde de Londres, Sadiq Khan, que se ha manifestado en contra de la prohibición del burkini. Las mujeres con la cara tapada por un velo completo son una ínfima minoría en las zonas más habitadas por musulmanes en Londres, pero no es raro encontrarlas. Son una muestra de la diversidad social.
En Francia, esa ropa es ilegal. La prohibición, dictada en 2010, no ha mejorado en nada la seguridad del país. Políticos como Valls o Sarkozy insisten en que la medicina está en volver al pasado que tan bien funcionó antes, en la imposición de una identidad cultural única sobre la minoría, porque los valores de la metrópoli son siempre superiores a los de las colonias, en extender las sospechas sobre los musulmanes, en restringir los derechos individuales en aras de la seguridad.
Si tienen éxito, Francia terminará declarándose la guerra a sí misma.