Como en todos los acontecimientos políticos de desborde, que se vienen sucediendo desde 2011, el fenómeno #Ganemos tiene dos dimensiones diferentes y hasta paralelas. Por un lado, está el relato que se cuenta en los medios, la imagen que se ve en la superficie, el virus que se contagia a través de las redes sociales (digitales o analógicas). Por otro está el subsuelo, la cocina, el espacio donde se van fraguando estos proyectos de conquista electoral de los municipios.
Si nos quedamos en la superficie, podemos observar con exultante optimismo cómo van naciendo #Ganemos por toda la geografía, replicando modos de hacer, discursos y hasta elementos estéticos. Como ya sucediera con Democracia Real Ya, o con las acampadas, o con los círculos de Podemos, el lanzamiento de fórmulas novedosas y eficaces, en código abierto, se copian y multiplican rápidamente. La Red está siempre alerta, deseosa de identificar la línea de fuga que pueda convertirse en el “caballo ganador”.
En cambio, si buceamos en las profundidades de cada proceso en cuestión, nos encontraremos con un puñado –más o menos grande– de los típicos problemas de avenencia micropolítica. Orgullos y riñas históricamente arrastrados, desconfianzas, protagonismos, egos, falta de entendimiento, empatía o, simplemente, de visión estratégica. No es señalar la paja en el ojo ajeno, es palpar bien la viga en el propio.
No quiero decir que no existan motivos para que disentamos y, en ocasiones, hasta choquemos: es realmente difícil estar de acuerdo en todo. No es fácil invitar a confluir (palabra de moda) a partidos que hayan podido tener mayor o menor protagonismo dentro del Régimen que queremos derribar. Es perfectamente normal desconfiar del afán de protagonismo que puedan albergar rostros muy mediáticos. Es lógico que el partido fuerte del momento tenga reticencias a la hora de dejar a un lado su marca, máxime en el momento en que se asienta y funciona, o que rechace meterse de lleno en la constitución de otra cosa sin haber cerrado, si quiera, su propia constitución. Igualmente, rayará lo imposible que los partidos que han funcionado de una determinada manera durante décadas acepten –con hechos, no con palabras– ahora, que los tiempos han cambiado, que o se renuevan o malvivirán, si no acaban muriendo.
Así, si analizamos estos y otros escollos, ganar ya no se antoja tan sencillo y esa imagen que asoma en la superficie nos parecerá un cuento de Disney. Pero, cuando un ataque de pereza infinita está a punto de hacernos saltar del barco, aún antes de haberlo botado (y votado), volvemos a pensar en las instituciones plagadas de chorizos, en los desahucios, en el urbanismo salvaje, en la destrucción de los espacios públicos, en las ciudades marca... Y es entonces cuando todos los problemas inherentes a la construcción de estas candidaturas ciudadanas se hacen pequeños, casi ridículos.
Es preferible ser generoso y bajarse del burro, a la hora de llegar a acuerdos, que sufrir a Botella en Madrid. Se le puede dar una oportunidad a los partidos más “viejunos” para que demuestren, aceptando que vienen a empujar, no a liderar o capitalizar, que quieren echar realmente a Trías del Ayuntamiento de Barcelona. En vez de recelar de personalidades y notables, utilicemos su influencia para que Rita Barberá no se siente más en el trono de Valencia. Y Podemos, que apunta ya a un 20% en las encuestas, tiene que comprender que con un 20% de los votos no nos libraremos de Zoido en Sevilla.
En definitiva, tenemos que comprender que lo que nos jugamos no son sólo alcaldías –que ya son mucho–, sino un verdadero golpe de timón que no se acabe aquí, sino que continúe con esa ola de esperanza que, desbordamiento tras desbordamiento, puede transformar un Estado, o Europa, o quién sabe. Cuando la dificultad de la micropolítica asome, no perdamos de vista la altura del reto, no olvidemos quiénes son los enemigos a batir, no desperdiciemos esta ventana de oportunidad.
Es imprescindible ganar para cambiarlo todo.