La generación que ahora se jubila en España conoció los chistes de Abundio. El tal Abundio era un atontado que hacía malas operaciones comerciales: vendía la vaca para comprar leche o vendía el coche para comprar gasolina. Poca cosa, si se compara con lo que acabó haciendo esta generación. En términos generales, la generación del baby boom postbélico (aquí surgida con retraso por la desgracia franquista), siempre mayoritaria, siempre privilegiada, ha sido (hemos sido) el colmo de la idiotez. Más Abundios que Abundio. Somos la generación que vendió el mundo. A cambio de nada.
Hacia 1980, a la mayoría de los boomers les pareció buena idea lo del neoliberalismo. Ronald Reagan y Margaret Thatcher iniciaron la revolución privatizadora. Estallaron los mercados financieros, por fin libres. Era el “capitalismo popular”, decían. Los servicios públicos dejaron de ser públicos. Más eficiencia, decían.
Eran, éramos, conscientes de que estábamos quemando los recursos planetarios. Pero la ecología no nos importó demasiado. Tampoco nos importó quemar dinero en nombre del futuro. Quizá algunos boomers recuerden Terra, fundada en 1999, la versión española de la burbuja tecnológica. Terra fue un portal de internet (“portal de internet”: otro ejercicio de memoria) controlado por Telefónica que llegó a tener un valor bursátil superior al del BBVA o el de Repsol. La cosa no duró.
Aquella burbuja de principios del siglo XXI dejó la impresión de que internet, o “las puntocom”, como decíamos entonces, eran un fenómeno especulativo. En palabras inmortales de un mando intermedio del diario El Mundo, internet era “una moda”. No supimos intuir, pese a las evidencias, que la revolución tecnológica iba a cambiar nuestras vidas. Y la dejamos crecer a su aire, libre y privada. En 1981, Apple (la compañía fundada en 1968 por los Beatles) permitió que Apple (la compañía fundada en 1976 por Steve Jobs y creadora del peor ordenador personal de todos los tiempos, el Apple III) usara su nombre a cambio de 80.000 dólares. En 1996 se creó una cosa rara llamada Google. En 2004 nació Facebook. En 2006 apareció Twitter, hoy rebautizada como X.
Recapitulemos. En los 80 del siglo XX decidimos bajar de forma drástica los impuestos a las grandes fortunas porque, según nos decían los políticos (y las grandes fortunas), parte del dinero que no iba al Estado iba a derramarse en gotitas hacia nosotros. También nos decían que si les obligábamos a pagar muchos impuestos, los ricos iban a irse a otra parte. No recuerdo exactamente dónde. Da igual, queríamos que los ricos siguieran con nosotros. En esto llegó la revolución de la información, que abarca desde redes sociales y microprocesadores hasta satélites, y en pocos años se crearon las mayores fortunas que había visto la historia. Casi libres de impuestos.
Mientras los estados se depauperaban y se quebraba la línea ascendente del bienestar público, mientras se hacía escandaloso el derroche de los recursos naturales y lo contaminábamos todo, mientras se hacían más y más evidentes los indicios de un cambio climático, nosotros seguimos a lo nuestro. Estos fenómenos son incontrolables, nos decían. Y lo creíamos. Creíamos que en manos privadas las cosas funcionaban mejor. Hacíamos bien en vender el mundo.
Sabemos el resultado. Hoy, los algoritmos privados de las redes sociales deciden qué leemos y qué pensamos. Hoy, los satélites privados de Elon Musk deciden si tal batalla la gana Ucrania o la gana Rusia. Los hipermagnates del siglo XXI hacen empalidecer a los malvados de las viejas películas de James Bond. Y les rendimos pleitesía. Porque el mundo es suyo. Se lo vendimos a cambio de nada.
Hay algo más, realmente terrible. El único gran estado que durante los últimos 50 años ha sabido mantener el control y la eficiencia, usar a su favor las nuevas tecnologías y convertirse en superpotencia es el chino. Ese mundo que vendimos se lo disputan unos magnates megalómanos y un régimen tiránico. Qué éxito el de los boomers. Qué merecida jubilación.