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La gente sin casa

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Los socialistas tienen un problema fundamental, un pecado original, y es que el mundo de hoy no es socialista, ya nada es socialista, y nadie se acuerda de lo que significa socialista, pero ellos se siguen llamando así porque, de lo contrario, dejarían de ser lo que son, aunque no tengan claro qué son. Son socialistas.

Ahora, los partidos no se definen en sus siglas mediante ideologías, ya no se llaman comunistas, socialistas, socialdemócratas o conservadores, ni tampoco esa palabra innombrable, que los de extrema derecha ocultan, aunque les supura a borbotones. Los partidos modernos llevan en sus siglas palabras que aluden a deseos, a voluntades, antes que a ideologías.

Socialista es una palabra fósil, en el más bello de los sentidos. Se ha convertido en el ámbar donde se conserva eternamente una manera de ver la vida. En religión, a esto se le llama el alma. El ámbar tanto puede ser un aristocrático signo de distinción como un abalorio. Hoy día, un socialista tiene que dedicarse a mil cosas (a eso también se le llama gestionar), antes que a ser socialista. No le da la vida. Ya no le queda tiempo para eso.

Porque gestionar es lo opuesto a reivindicar. Ni siquiera es una manera de defender una ideología, aunque pueda parecerlo por persona interpuesta. En España, lo más similar a hacer gestiones ha sido hacer recados. Hacer mandados es el paso siguiente en el descenso del escalafón. Los mandados los hacen los niños y los mozos de cuerda. Las gestiones las hace la clase media, el pueblo con cartera de cremallera; hoy, se lleva dentro de la cartera un ordenador, en vez de un cuaderno. Para hacer gestiones hay que perder toda una mañana de trabajo o dedicarle entera una tarde libre. El Gobierno no hace gestiones, el Gobierno manda. Gestionar es para cuando alguien se pone la americana de sentarse a esperar.

Por eso, los inquilinos denuncian y reivindican, y nadie gestiona sus demandas. Porque las gestiones se las tienen que hacer ellos solos cuando acaban la manifestación. En líneas generales, existen dos tipos de inquilino, el que no puede pagar el alquiler y el que no puede ni soñar con alquilar. Entonces, llaman a la huelga de alquileres, aunque no se reconozca este derecho. Negarse a pagar es una idea dramática, está en el teatro de Dario Fo, que en los años 70 estrenó Aquí no paga nadie. En esta obra, era en un supermercado donde no se pagaba, en protesta por la inflación. Casi un cuarto de siglo después de escribir Aquí no paga nadie, Dario Fo fue galardonado con el premio Nobel de Literatura. Siempre es así, gestionar es hacer las cosas tarde. Y hacerlas a su tiempo es actuar, que es lo que sucede en el teatro. Dario Fo actuó. Un artista es una persona de acción, siempre sabe cuándo actuar.

Desde Rómulo y Remo, los italianos han sido más temperamentales que los españoles. A nosotros, nos puede la resignación. No somos católicos de Pedro, que puso en Roma la primera piedra, sino de Santiago, que llegó cadáver a nuestras costas para evangelizarnos. En España, las batallas siempre se ganan después de muerto. Sucedió lo mismo con el Cid. Y con Adolfo Suárez. Cuando un italiano se sulfura y, entre grandes gestos, exclama: ¡Aquí no paga nadie!, los españoles nos conformamos con decir: Aquí no hay quien viva. Preferimos otro tipo de programación. Tenemos otra forma de ver las cosas. Somos gente más paciente, más dispuesta a soportarlo todo si, a cambio, nos hacen sonreír. En un país donde nunca hubo dinero, más que para los poderosos, la gente de la calle ha tenido que conformarse históricamente con que les paguen sacándoles una sonrisa. Al señor Troncoso, de la canción de Triana, le sucedía eso.

Ser inquilino ha supuesto toda la vida ser un español de segunda. Porque, en nuestro país, a lo que aspira todo el mundo es al piso en propiedad para que nadie pueda echarte de tu casa. Aquí, hemos expulsado de sus casas a comunidades enteras. Se ha hecho con los judíos, con los moriscos, con los gitanos cuando estaban asentados. Y también con los itinerantes. Un carro es una casa. También una cueva es una casa, las de Guadix están de moda.

Del mismo modo, un emigrante económico es alguien al que han echado de su casa. De todo esto sabemos un montón los españoles. Toda la emigración industrial de Barcelona que, primero, vivió en barracas, en las laderas de Montjuïc y del Carmel, o en chabolas a orillas del mar, hasta que pudo comprarse un piso recién pintado en medio de un descampado, es gente a la que expulsaron de su casa en el pueblo, a fuerza de hambre, miseria y subdesarrollo.

Sigue siendo así. La mayoría de la gente sin casa, que llega a nuestras ciudades, tuvo antes una casa en su país de procedencia. Estos inquilinos e inquilinas son otro ejército en la sombra, pienso al decir esto en los parados como un ejército industrial de reserva, según Marx, y en la crónica de la resistencia francesa, que contó Joseph Kessel en su novela El ejército de las sombras (luego, Jean-Pierre Melville le hizo una película muy buena). Pero inquilino es una palabra quimérica (lo vio Topor), un término técnico, incluso un eufemismo, porque en España inquilino, sobre todo, quiere decir gente sin casa.

No se tiene casa cuando nadie ofrece garantías de que se podrá seguir viviendo en la casa por la que se paga. Nunca se va a tener casa cuando ni siquiera se puede acceder a pagar un alquiler. Lo mismo que la tierra es de quien la trabaja, la casa es de quien la habita. No me refiero a la escritura de propiedad, sino a la confianza en continuar perteneciendo a ella. Me refiero al derecho, más hondo, de pertenecer a una casa, por encima, incluso, de que una casa te pertenezca. La gente pertenece a la casa donde vive.

Igual que en los siglos XV, XVII y XVIII, hoy los fondos buitre, y el resto de los especuladores inmobiliarios, están expulsando en masa a la población de las ciudades. Hacen política de tierra quemada, pero no queman su trigo sino nuestras casas. Desplazando a los habitantes hacia las ciudades vecinas de las grandes capitales, convierten a la gente en llamaradas de fuego, pues también van a quemar los lugares a los que llegan. Y cuando los alquileres y los pisos sean inasumibles en barrios donde todo era más barato, volverán a desplazar a la gente todavía más lejos reprochándoles no tener un concepto grande de lo que es Barcelona. En boca de los especuladores, las palabras gran Barcelona apestan a Milošević. Para los especuladores de la vivienda, Barcelona no existe, las ciudades no existen, son solo tierra para quemar.

Las inquilinas y los inquilinos que han salido estos días a manifestarse representan la pequeña punta de un iceberg insondable que penetra hasta el abismo de los pisos patera, de las escaleras de vecinos donde ya no se conoce nadie, de los viejos y las viejas que suicidan porque se les han acabado las cartas y no saben cómo van a seguir jugando a ese juego tan largo, tan extenuante, que se llama salir adelante. Fauna abisal. Monstruos a los que cortan la luz. Los nuestros. Por eso nació el socialismo.