Más allá de la gran coalición
Los ritos de la democracia obligan a veces a alterar la forma del poder, y sus contornos pueden resultar a veces engañosos. La derrota moral del PP el pasado 23 de julio ha conducido a un cambio de estrategia en lo que podríamos denominar el sentido común conservador, precisamente el que ha dominado la formulación de políticas públicas en España durante la mayor parte del periodo posterior a 1977.
Fracasada la campaña descalificatoria contra el presidente, voces influyentes sugieren que el PSOE se abstenga para que gobierne la lista más votada; otras deslizan la necesidad de una heroica rebelión por parte de un grupo de diputados honrados del PSOE; en una forma quizá más acabada, se propone también la formación de un gobierno de gran coalición entre los dos partidos más votados que venga encabezado por una personalidad independiente y de prestigio.
Esta última opción aparentemente ‘sin ideología’ debe ser analizada profundamente para subrayar algunos de sus significados ocultos. El pacto alberga una música de fondo europeísta y, cómo no, modernizadora. ‘Europa’, un conjunto de instituciones que hemos aprendido que constituyen la cuna de nuestra salvación como democracia, vería bien que conservadores y progresistas remaran juntos, hicieran las reformas que nuestra sociedad requiere y pusieran fin al enfrentamiento perpetuo que mantienen desde que son contendientes electorales.
En la mencionada dirección política se vienen pronunciando ya desde hace bastante tiempo no solo parte de la derecha política y empresarial, sino también una serie de exministros socialistas de los años ochenta y noventa y alguno que otro del periodo de los dos mil. Muchos de estos participan en más de un consejo de administración de empresas pertenecientes al índice bursátil Ibex-35; otros figuran como asesores de grandes empresas y consultoras; los hay también en alguna organización internacional y, de manera simultánea, en fundaciones de inspiración monárquica constitucional, adeptas a los aniversarios y a los periódicos llamamientos a la unión de los demócratas.
Algunas investigaciones académicas, como las que suscriben el autor del presente artículo y otros colegas, han descrito cómo los exministros de un partido reclutados por el mundo de las grandes empresas pueden funcionar como correa de transmisión de los intereses privados a través de los contactos que mantienen con la formación política para la que trabajaron anteriormente. Se lleve mejor o peor con la familia, uno siempre suele llamar a casa por Navidad. Y podríamos añadir, siguiendo los trabajos del insigne sociólogo William Domhoff, que buena parte de este interés empresarial se filtra en forma de poder difuso o influencia a través de entidades consideradas de la sociedad civil pero entrelazadas con el sector privado de las grandes corporaciones. En el patronato de estas sociedades culturales, artísticas, benéficas y solidarias puede encontrarse el mapa del gran poder en España.
Se puede deducir, además, que la convivencia de estos exministros en estas entidades con otros consejeros, empresarios, exmandatarios conservadores y patronos de fundaciones ha podido hacer evolucionar sus puntos de vista hacia esta forma de estatismo de largo alcance. No es extraño que, cuando se abandona la militancia o la dirección de un partido y se produce el paso a una institución con otras normas y valores –y a veces con remuneraciones, compensaciones o incentivos superiores a los del punto de partida–, el proceso de socialización secundaria que este cambio lleva consigo modifique determinadas actitudes y opiniones de los sujetos implicados.
Pero el Ibex no lo explica todo. Conviene destacar otro tipo de sector dentro del PSOE que, sin la necesidad de afinidad con los consejos de administración, ha apuntado también en la dirección de una gran coalición y, sobre todo, en el rechazo al actual presidente en funciones, Pedro Sánchez. Se trata del resultante de lo que podríamos denominar la escisión del 2003, una división política que nació con distintos hechos, como la oposición socialista a la invasión de Irak, el apoyo del expresidente Zapatero al gobierno presidido por Pasqual Maragall en Cataluña, la reforma de los estatutos de autonomía acometida por el ejecutivo de 2004-2008, las disputas entre distintos medios de comunicación de línea editorial progresista o la legislación promovida por la izquierda en relación con la memoria histórica a lo largo de los últimos años.
Diferencias personales y generacionales han sido expresadas a través de discrepancias ideológicas incluso para retirar el voto a quien sigue siendo el candidato socialista a la presidencia. La gran coalición PP-PSOE podría ser una forma de que este último sector lograra también sus objetivos más o menos legítimos.
Con sus ventajas y defectos, las grandes coaliciones deben figurar más como alternativas que como panaceas, y, además, ser analizadas como opciones cargadas de connotaciones valorativas. España ha sido varias veces salvada desde que el plan de estabilización económico se aprobara en 1959 como normalización tecnocrática del franquismo; incluso desde que los pactos de La Moncloa, en 1977, evitaran el derrumbe de las finanzas públicas durante las crisis del petróleo. En la crisis del euro, posterior al año 2010, no faltaron llamamientos para un acuerdo en base a un supuesto sentido común. Para todas estas ocasiones, han sido los tecnócratas, aquellos que llegaron al poder cuando aún no se votaba y que siguen siendo necesarios para dirigir la pesada maquinaria burocrática del Estado, los que han tenido casi siempre la última palabra.
Tenemos fundamentos económicos y políticos de sobra como para experimentar distintas formas de gobierno no tuteladas por tecnocracias aparentemente imparciales y benevolentes. La composición sociológica del país y el deseo expresado en las urnas apuntan precisamente en esta dirección: España es diversa y los riesgos que deben afrontarse están en parte relacionados con lo que los dioses del olimpo técnico nos señalan, pero cabe ir más allá y detectar otro mal de las democracias actuales: la exclusión social, política e informativa como raíz de la involución populista. Pocos llamamientos a la concordia han hecho referencia a este aspecto concreto tan bien estudiado por los sociólogos Norris e Inglehart en ‘Cultural backlash: Trump, Brexit and authoritarian populism’.
Formar coaliciones es necesario para la política española: la cuestión reside más bien en qué tipo de políticas públicas resultan de este tipo de acuerdos. La mayoría de la población, espectáculo mediático aparte, parece haber aceptado la gestión de la economía en este tumultuoso periodo. Quizá pudiera ser este un asidero temporal para forjar un nuevo consenso, el propio de un país democrático, autónomo y maduro que puede decidir su destino al margen de sus frecuentes errores. La legislatura que pronto comienza es una oportunidad para ello.
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