La Gran Dimisión
Esos días en los que entro en una espiral inagotable de prisa antes de que sean incluso las nueve de la mañana, esos días en los que bebo el zumo de naranja en el cuarto de baño porque me he quedado diez minutos de más en la cama y ya llego tarde, esos días en los que voy tan apurada que podría untar la tostada con crema hidratante y echarme mantequilla en la cara, me teletransporto a una mañana de invierno tumbada en la hierba con mi amigo Carlos. Él es investigador y dejó Madrid para irse a vivir a una aldea de Lugo; la típica aldea gallega salpicada por pequeñas casas y una iglesia, en la que huele permanente a leña, y en la que los perros y los gatos entran y salen por las casas ajenas como si fueran propias. Carlos dejó Madrid porque Madrid iba a terminar con él. Y claro, porque su trabajo le permite teletrabajar de forma permanente. El invierno pasado decidí cogerme una semana de vacaciones e irme para allá sin mayor pretensión que la de descansar. Me pasé toda la semana tumbada en la hierba leyendo, dando paseos en bicicleta, cocinando y bebiendo vino, como un personaje de Paolo Sorrentino pero considerablemente peor vestida. Allí vuelve mi cabeza los días de prisas para recordar que otra vida es posible pasada la nacional seis y que el tiempo es del todo relativo, aunque abrume saberlo.
En EEUU se está viviendo los últimos meses un fenómeno al que se ha bautizado como ‘La Gran Dimisión’ o ‘La Gran Renuncia’ (el naming es imbatible). Los escaparates del país se han llenado de carteles buscando empleados. Porque la Gran Dimisión afecta, sobre todo, a la hostelería, la industria del ocio, el comercio minorista, la fabricación y los servicios sanitarios. Solo en el mes de septiembre, más de 4,4 millones de trabajadores renunciaron a sus trabajos voluntariamente. En los análisis se citan varios factores para explicar por qué podría estar sucediendo esta renuncia a gran escala: la búsqueda de la seguridad personal frente al COVID no garantizada en algunos trabajos, las dificultades para conciliar en pandemia (gran parte de las renuncias son de mujeres), los ahorros acumulados durante los últimos meses o, sobre todo, el hartazgo. Las pandemias han remodelado históricamente las sociedades y esta parece estar cambiando el equilibrio de poder de los empleadores a los empleados. Empleados que han salido de sus celdas de Excel porque ya han cumplido toda su condena. Trabajadores fatigados que ya no quieren impulsar su ambición a costa de una mayor sobrecarga de trabajo y una mayor dosis de ansiolíticos. U otros que, sencillamente, se han cansado de empleos fuertemente precarizados. Entre los derechos laborales ya está el dejar un trabajo de mierda sin sentir miedo o remordimiento.
Muchos directivos se han pasado años repitiendo eso de “si no te gustan las condiciones de trabajo ya sabes donde está la puerta. Esto es lo que hay”. Y en efecto, la gente está descubriendo que coger la puerta en volandas no exige planteamientos morales, sólo cálculos de supervivencia. Puede que sea algo coyuntural, o puede que estemos ante un lento cambio de paradigma. Aunque el fenómeno todavía no se ha extendido de manera generalizada a otros países (en España, por ejemplo, no está ocurriendo), sí parece generalizada la sensación de agotamiento.
De la pandemia no hemos salido mejores, eso está claro, pero puede que sí que hayamos salido más clarividentes. Como cuando el oculista te pone esa montura pesada de hierro que no favorecería ni al mismísimo Brad Pitt, te mete la lente correcta por la rendija y, de pronto, ves hasta los numeritos de la última fila. Durante el confinamiento se repitió como un mantra eso de: “Éramos felices y no lo sabíamos”. Hoy los encargados de recursos humanos de muchas empresas pensarán que igual no eran tan felices sus empleados. No está de más recordarles a los que se extrañan de no encontrar candidatos a ciertos puestos de trabajo, a los que apelan a la cultura del esfuerzo para justificar la precariedad, que el hartazgo, al contrario que la burocracia, acorta siempre los plazos de todo.
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