La guerra de los bots
El Gobierno y sus colaterales han abrazado la causa de los temibles bots rusos y venezolanos empeñados en emporcar las redes para hacer un servicio a los nacionalistas catalanes. Es una noticia que como poco me escama. No dan datos. Acuden a la UE a denunciar la injerencia de redes de intoxicación rusas en el asunto catalán, pero no son capaces de acotar los momentos, los mensajes y, sobre todo, su influencia real en la creación de opinión pública.
Es una noticia que, insisto, me escama.
Uno rasca y lee y gana. Encuentras informaciones de otros países que confirma que medios de capital ruso como RT o Sputnik han introducido mensajes sobre la cuestión catalana que incluso han llegado a hablar de una conspiración de Bruselas para apoyar los independentismos y ganar así más poder para el centro neurálgico de Europa. Ese y otros discursos parecidos para mí descabellados. No recuerdo haber visto que tales ideas hayan entrado de forma firme en el debate público español. Conozco y sé que credibilidad hay que darles a los medios financiados por según quién.
Los tuits de Assange me parecieron una solemne imbecilidad desde el primer momento y hasta creo que contesté a alguno al principio significándoselo. Esa fue mi actitud. Veo ahora que los medios de comunicación próximos al Gobierno y los que nadan en la órbita de Soraya se han lanzado a las aguas del ejército de trolls rusos y venezolanos y que algunos hasta avanzan hacia la ciberguerra que se librará en las redes en el siglo que habitamos. Por contra, veo que los medios más alternativos o alejados de las tesis progubernamentales mantienen una prudente distancia respecto a esta cuestión. Los medios internacionales la mencionan citando la denuncia que España ha realizado ante la UE y, por tanto, refiriéndose a este hecho y no a la realidad de los ataques o su magnitud.
Este tema me escama.
No digo que sea falso, sino que me escama.
Me escama su falta de plasmación concreta en datos analizables. Me escama la insistencia en unir los frentes Rusia y Venezuela, como parte del imaginario del horror político de la derecha, al concepto independentista catalán para conseguir una imagen viral y rechazable. En resumen, que manejo la cuestión con prevención y perspectiva.
Ese es precisamente el quid de la cuestión. Yo no niego que exista un riesgo cierto de la intervención de estados extranjeros mediante estos sistemas para intentar desestabilizar o polarizar la opinión pública de las democracias occidentales. Cualquier análisis geoestratégico serio reflexiona sobre los apoyos que, desde la órbita de Rusia, por ejemplo, se están realizando para apoyar cualquier movimiento que pueda desestabilizar desde dentro a la Unión Europea o Estados Unidos.
Eso se une, desde luego, a preocupantes apuntalamientos a movimientos de ultraderecha xenófoba europea que incluyen la difusión de noticias falsas sobre actos violentos o amenazas procedentes de refugiados, árabes o, en general, inmigrantes y personas de otras etnias. También es cierto que la cuestión catalana se puede haber considerado una especie de laboratorio para esta y otras cuestiones por parte de aquellos que buscan la desestabilización democrática (lo expliqué en “Insurrección”). Lo que no queda tan claro hasta el momento es qué papel real ha jugado y, desde luego, no es algo que explique un problema real y preexistente, cocido en el caldo político de la inacción del Partido Popular, y la acción persistente de las fuerzas independentistas catalanas.
Tampoco son falsas las posibilidades de injerencia informática en los sistemas de recuento electoral de los países democráticos mediante hackeos u otros. No en vano Holanda decidió contar a mano los votos de las últimas elecciones para evitarlo. Es decir, que existen amenazas reales al respecto pero que la aparición estelar de los bots rusos en el argumentario patrio me sigue resultando un poco escamante.
Y a eso quería llegar. Ante esas guerras de ejércitos de trolls informáticos y de bots replicantes en nuestras redes sociales sobre las que nos alertan, existen mecanismos de defensa más valiosos que cualquier batería de analistas. Esas defensas férreas, esas ciudadelas blindadas a la posverdad, se llaman ciudadanos con espíritu crítico, capaces de saber hallar entre todo el aluvión de datos a aquellas fuentes relevantes y solventes en las que descargar parte de su responsabilidad para cegar el paso a las intoxicaciones.
Para pelear contra esas agresiones antidemocráticas de los bots de mensajes replicantes, no hay mejor ejército que el constituido por ciudadanos formados y un periodismo fuerte e independiente. Todas las medidas para reforzar y pertrechar a las democracias occidentales contra esta nueva forma de ataque deberían incidir en derivar recursos para que la educación produjera individuos capaces de discernir, imbuidos de un escepticismo razonable y entrenados en el contraste de medios de comunicación de diverso cuño y línea editorial. ¿Cómo se resistía una sociedad a la censura? Del mismo modo se deben defender las naciones democráticas de la desinformación por saturación de mensajes falsos o directamente ajenos a la realidad.
No parece tan complicado. Fomentar un espacio de opinión pública saludable y plural en lugar de la permanencia de bandos acríticos dispuestos a asumir cualquier cosa que reafirme su personal enconamiento en defender a unos u otros. La pregunta es si esto interesa realmente a los gobernantes de ningún país y más concretamente del nuestro. No parece tan claro. Recuerden que en Púnica se acusa al Partido Popular de Esperanza Aguirre de pagar con nuestro dinero a intoxicadores profesionales para desprestigiar a los ciudadanos que protestaban por los recortes en Educación a través de la Marea Verde.
En esa trama hemos visto como los populares usaban fondos públicos para cargar contra sus enemigos, también lo hicieron contra Ángel Gabilondo, para reforzar la imagen de los propios o para borrar sus máculas en Internet dejadas por una gestión real pero desagradable para ellos. Así que erradicar la conciencia crítica, difamar al contrario y limpiar los errores propios mediante redes de bots y especialistas no es algo que haya desagradado al partido en el gobierno, sobre todo cuando la fiesta la pagábamos los ciudadanos.
Existe una guerra de la propaganda y la posverdad para intentar dinamitar las democracias occidentales, pero es una ofensiva que no es sólo exterior. Hace mucho que la sobre exposición del ciudadano medio a un bombardeo de mensajes de procedencias diversas, y muchas veces dudosas, lo ha dejado inerme ante la manipulación y, además, le ha proporcionado la falsa idea de que se encuentra más informado que nunca y dispone de los mejores resortes para formar una opinión que siempre estima libre.
Pero ser libre nunca sale gratis ni es cómodo ni sucede sin esfuerzo. Así que no olvidemos que tragar como ocas cebadas todo lo que nos ofrecen como noticia no es sino entregarles objetivos en esta ciberguerra que todos anuncian. Cada uno de nosotros tiene que ser consciente de que es preciso consumir todo lo que bombardea nuestro cerebro a diario con criterio y, en los tiempos presentes, con una barrera de duda razonable. Si el esfuerzo para detectar los alimentos intelectuales contaminados les resulta complejo, será el momento de elegir a aquellos filtros profesionales, los periodistas y los medios, en los que prefieran confiar parte de su criterio. Esa elección debe ser también muy cuidadosa porque bajo ese epígrafe funcionan también bots emboscados.
Y si quieren un consejo, ante la duda, muéstrense escamados. Es un buen chaleco antibalas.