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Hagan juego, señores

Trabajadores de laboratorio en busca de una vacuna contra el coronavirus.

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Dice el psicólogo y profesor emérito de la University of British Columbia Robert Hare -creador de la escala Hare- que hay muchos psicópatas en los consejos de administración y en los comités ejecutivos: “La sociedad no puede defenderse de los psicópatas, son ellos los que hacen las reglas, dictan los principios y gastan millones para explicar al mundo que lo que hacen es fantástico”, ha afirmado en más de una ocasión.

Los rasgos de la psicopatía -según Hare, falta de empatía, de emociones, excesiva ambición, maldad, inmoralidad- pueden ser útiles en las grandes esferas del poder. En este mundo al revés se llama locas a las personas que no conjugan su verbo con esas prácticas, a quienes tienen una gran sensibilidad, a las que sufren ante el mal y la explotación, a las que se preocupan ante las actitudes agresivas cotidianas.

Hare señala que los psicópatas se enorgullecen de tener malicia y piensan que por saber usarla son más listos que el resto. La psicopatía está normalizada e incluso sobrevalorada. Es lógico, teniendo en cuenta que algunas reglas del juego actuales están diseñadas para favorecer el engaño, la insolidaridad, el egoísmo, el sálvese quien pueda. Lo ha demostrado bien la hazaña impulsada por un grupo de jóvenes que quisieron desafiar en la Bolsa a los grandes, siguiendo sus reglas de juego voraz. Identificaron un objetivo -la empresa GameStop, en decadencia- y compraron masivamente y de forma coordinada acciones de la misma hasta hacerla revalorizarse.

En el proceso hicieron perder millones y millones a los grandes tiburones de Wall Street que habían apostado en corto a la caída de las acciones de la mencionada empresa. Los grandes han salido enfurecidos en medios y redes maldiciendo las reglas de la especulación que tantos beneficios económicos les dan habitualmente y que en esta ocasión les han dañado. Con su mensaje viene a decir algo así: “Esto es indignante, solo los grandes estamos autorizados a jugar sucio, no una panda de niñatos”. En la película El Golpe, cuando uno de los ladrones pierde al póker exclama: “Qué se supone que podía hacer? ¿Acusarlo de hacer trampas mejor que yo?”

Gana quien más trucos conoce y más relaciones influyentes tiene dentro de un sistema que da vía libre al mejor postor. Lo estamos viendo con el mercadeo de las vacunas, en el que algunas farmacéuticas buscan cómo chantajear a los Estados para aumentar sus beneficios. Psicopatía de libro. A su vez la UE votaba recientemente en contra de suspender las patentes, una medida que abarataría el precio de las vacunas, garantizaría su llegada a los países pobres y aceleraría su producción.

Sigue primando por el momento la máxima de “si no puedes, te jodes, y además trataré de sacar beneficio económico de tu sufrimiento”. En realidad si las vacunas no llegan a todo el planeta pronto, nos jodemos un poco todos, porque nos arriesgamos a que el virus se perpetúe, y con él, las restricciones. Pero el síndrome obsesivo compulsivo manda: money, money, money y ya pararemos los pies al virus, al fascismo o a lo que toque, como bien ilustró la película Cabaret.

La uberización de la economía es otro de los grandes síntomas. Quien no corre vuela, así que a ver quién sabe explotar más y convencer mejor de las maravillas de su explotación, externalizando los costes y quedándose solo con los beneficios. Hay personas contratadas como falsos autónomos por grandes empresas de reparto en Europa que trabajan quince horas al día. Quince. El empresario Robert Owen propuso la jornada de ocho horas en el año 1817. ¿A qué época estamos retrocediendo?

El poeta William Blake lo definió bien en uno de los versos del poema Londres, refiriéndose a las “cadenas forjadas por la mente”. Conviene revisitar la película de Ken Loach Sorry, we missed you, con guión de Paul Laverty, sobre un hombre que se queda en el paro y comienza a trabajar con su propia furgoneta para una gran empresa de reparto, creyendo que disfrutará de una experiencia, sin ser consciente de la semiesclavitud a la que se dirige. Para escribirla, Laverty estuvo meses en contacto con repartidores que tienen historias reales estremecedoras, reflejos vivos de nuestra actualidad.

“Es una tendencia, queremos más flexibilidad, no queremos jefes, queremos poder hacer dos o tres trabajos a la vez. (…) Sería maravilloso que un glover pudiera estar en Milán y decir ‘quiero vivir en Barcelona tres meses’ y simplemente venir y trabajar aquí. Y luego decir ‘ah, voy a Lisboa’, ir y ser glover. Puede vivir en diferentes ciudades, vivir la experiencia sin hacer grandes esfuerzos porque al final ya tiene el conocimiento, sabe cómo funciona”, presumía el fundador de Glovo en unas declaraciones que estos días se han viralizado en las redes.

Lo último en eufemismos es el coliving, lo que algunos cachondos denominan como “modelo residencial basado en alquilar una habitación y compartir áreas comunes”. Vamos, lo que viene siendo compartir piso porque el sueldo no te llega, pero presentándolo como algo guay. Ser precario mola. Vive la experiencia. Y mientras, hagan juego, señores. Especulen con la vivienda, con la salud, con la dignidad. Con lo que sea.

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