¿Qué ha hecho por nosotros este gobierno?
El ruido mediático no solo corroe la imaginación política. Revolcados en la interpretación sesgada, perdemos perspectiva. En estas condiciones, se hace difícil analizar si este Ejecutivo ha logrado sus principales metas políticas; entre ellas, una mayor cohesión social, es decir, más medios para garantizar a las personas un mínimo vital y una mayor igualdad de oportunidades.
No se trata de una pregunta superficial. Una de las corrientes de fondo del debate económico, no siempre explícitamente reconocida, ha sido la capacidad del sistema de producir no solo bienes y servicios, sino también normas e instituciones para integrar a los ciudadanos.
A finales del siglo XIX, el sociólogo francés Émile Durkheim culminó una de las primeras investigaciones empíricas sobre las formas de solidaridad necesarias para la era industrial. El desconcierto provocado por la revolución capitalista y el extrañamiento que provocaban la explotación laboral y el hacinamiento urbano producían todo tipo de trastornos. Estas nuevas enfermedades sociales resultaban tan originales como a lo largo del siglo XX lo serían el paro o las recesiones.
Desde el reformismo de Durkheim hasta el radicalismo de Karl Marx hay un continuo intelectual en el que caben pensadores como Auguste Comte, el utópico duque de Saint-Simon y los economistas Adam Smith y David Ricardo, preocupados, entre otros aspectos, por la desigualdad en la distribución del producto industrial, por la excesiva influencia de determinados capitalistas adictos a la protección estatal, y por la figura productivamente reaccionaria de los terratenientes.
Ya por entonces se intuía una de las nociones medulares de las sociedades desarrolladas: no podía haber economía sin sociedad, no podía concebirse un sistema productivo capaz de prosperar sin un conjunto de instituciones que normalizaran una distribución digna de las oportunidades vitales.
Como reacción al radicalismo teórico marxista y a la virulencia de los conatos revolucionarios en el siglo XIX surgió una revisión de la teoría económica clásica que eliminó del centro del proyecto reformista el problema de la desigualdad. La salvación laica podía alcanzarse en el punto de corte entre el crecimiento económico y el equilibrio de los precios, siempre que la autoridad estatal no interviniera. Dichos precios se exponían como el sistema de información menos pernicioso para la asignación eficiente de los recursos. La realidad social quedó de este modo aplanada.
Detrás de los desarrollos matemáticos que fundamentan la revisión neoclásica anida un pesimismo democrático observable en los escritos de uno de sus autores de referencia, Vilfredo Pareto, para el que se hacía necesaria una explicación que justificara el statu quo como mal menor. Un liberalismo defensivo que reventó en el siglo siguiente.
Los cambios impulsados después de 1929 y que han quedado canonizados en un libro, la Teoría General de John Maynard Keynes, pueden resumirse en el cumplimiento de uno de los mayores temores neoclásicos: la necesidad del activismo presupuestario estatal para minimizar el sistemático daño que el ciclo económico inflige a la sociedad. Dicho activismo suaviza las depresiones al dotar al consumidor de un subsidio de desempleo, entre otras herramientas de política económica, como las partidas de gasto público social o inversiones.
Este complejo e imperfecto modelo ha sufrido modificaciones significativas debidas a cambios económicos, tecnológicos, pero también políticos, como ha destacado el historiador Josep Fontana al analizar el efecto del surgimiento y la caída de la Unión Soviética durante el pasado siglo XX. Desaparecido el socialismo real, y superada la resaca de la euforia unipolar, la amenaza contra el sistema la representan ahora sus propias enfermedades autoinmunes.
El fracaso de la gestión de la crisis del Euro a partir de 2010, las reacciones populistas, la pandemia y el desafío del cambio climático han llevado a las políticas públicas a realizar un giro de última hora en relación con la cohesión, dando una oportunidad a lo que algunos han denominado capitalismo inclusivo, quizá sin advertir la importancia nuclear del subsistema social en todo aparato productivo.
Los datos recientes avalan esta explicación. Europa ha suspendido temporalmente las rígidas normas de estabilidad presupuestaria, ha impulsado políticas monetarias anteriormente prohibidas, y ejecuta en estos momentos importantes paquetes de inversiones financiados con deuda mutualizada, esto es, con la rúbrica de todas las naciones de la unión. Algo impensable hace solo diez años.
Todos estos factores históricos y políticos han de tenerse en cuenta para entender la relativa holgura del gobierno español para aplicar políticas públicas: se han aprobado ayudas para expedientes de regulación temporal de empleo, ERTE, que han evitado un incremento del desempleo similar al de etapas pasadas; se ha implementado el denominado Ingreso Mínimo Vital, que si bien no es una renta básica y presenta numerosos problemas para llegar a sus beneficiarios, es un elemento estabilizador para las contingencias que vendrán; el salario mínimo, que ha llegado recientemente a los 1.080 euros, compensará a los trabajadores más vulnerables la pérdida de poder adquisitivo experimentada en 2022, con un desempleo del 12.9% y unos sueldos deprimidos; en 2013, un contexto diferente, el paro ascendía al 25% y este tipo de salario, a solo 600 euros.
La caída de la contratación temporal y la recuperación del papel de los sindicatos en la negociación colectiva resultan de una reforma laboral, la aprobada en el año 2022, que reúne el manifiesto consenso de la patronal y el callado asentimiento de la oposición conservadora. Becas y subvenciones aparte, la agitada gestión y ejecución de los fondos Next Generation aspira a catalizar un crecimiento económico asociado a modificaciones menos cíclicas y estacionales y a una creación de empleo más estable y cualificado, algo que podría potenciarse con reformas educativas que exigen un apoyo político mayoritario.
Quedan pendientes muchos retos y uno de ellos es garantizar un sistema de pensiones que integre mejor a los mayores, cada vez más numerosos pero insuficientemente reconocidos. La sostenibilidad a largo plazo, un problema aparentemente matemático, precisa de numerosas dimensiones de análisis que reflejen la complejidad de la realidad social; entre estas, la política -determinar las prioridades finales de la acción colectiva- y la cultural -que lo que vemos como un gasto podría bien ser una notable inversión- detentan una importancia no siempre reconocida.
En un debate sobre la concepción y la gestión de la economía que siempre se realiza con un reverencial temor a los males absolutos, este ejecutivo ha conseguido algunas victorias. Su futuro político dependerá de sus decisiones, de unas incomprensibles divisiones internas, y, como siempre, del necesario veredicto de las urnas.
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