Desde que fui testigo del embarazo de la madre de mi hijo, tomé conciencia de lo radical de una experiencia que yo nunca podría vivir y de la ignorancia que yo tenía, y que en gran parte sigo teniendo, sobre lo que representa gestar a un ser humano. No pude hacer otra cosa que ser acompañante cómplice y observador de lo que ella estaba viviendo, como una vez nacido nuestro hijo lo fui de esos momentos en que se producía entre ellos una comunión cuando él se agarraba al pecho de su madre para alimentarse. Esa imagen tan idílica no duró mucho tiempo porque el pequeño se quedaba con hambre y ella lo sufría como si le fuera la vida en ello. La madre no podía evitar sentirse culpable. Años más tarde yo entendería que sobre ella estaba cayendo todo el peso de una cultura que administra con alevosía el concepto de mala madre. Sin embargo, cuando nuestro hijo empezó a alimentarse con el biberón, todas aquellas sombras desaparecieron. Su madre recuperó la libertad y su tiempo, yo pude implicarme más en el cuidado del que apenas tenía meses. Sentí que los vínculos se hacían justamente más fuertes, más auténticos, porque procedían no tanto de lo puramente biológico sino de lo sentido.
He recordado este momento de nuestras vidas mientras que leía el recién editado libro de Beatriz Gimeno titulado La lactancia materna. Política e identidad. Al ir recorriendo todos los argumentos de un libro que no está escrito contra la lactancia sino contra la imposición de una práctica, y con ella de un determinado modelo de maternidad, no he hecho sino confirmar la pesada mochila que las mujeres arrastran en una sociedad que continúa empeñada en disciplinar su cuerpo y que, en consecuencia, acaba condicionando su mismo estatuto de ciudadanía. Es evidente, como bien explica Gimeno, que el mandato de lactancia, que en las últimas décadas ha adquirido la categoría de movimiento global, se inserta a la perfección no solo en un orden simbólico sino también en un contexto de reacción patriarcal y de neoliberalismo que incide de manera singularmente negativa en el estatuto de las mujeres. Porque, insisto, lo que la autora pone en entredicho no es la opción de dar de mamar a un hijo, sino el mandato que casi podemos calificar como moral que hace que se construya un discurso que automáticamente deslegitima a las madres que no optan por la lactancia. Un discurso que lógicamente enlaza con el mantenimiento acrítico de unos roles de género, con la conexión Mujer-Naturaleza (ahora redescubierta en un sentido incluso empoderador y hasta feminista para algunas), con las más estrictas exigencias de virtud y hasta de moralidad que siempre han condicionado a las mujeres y por supuesto con un ideal de madre vinculado al sacrificio y a la abnegación. Todo ello, no lo olvidemos, en un contexto en el que la retórica de la elección esquiva los condicionantes que derivan de los sistemas de dominación y en los que muchos sectores se posicionan alerta ante las conquistas de las vindicaciones feministas.
La lactancia materna, que bien nos indica el subtítulo es ante todo un libro sobre la identidad de las mujeres y sobre las políticas que pretenden someter sus cuerpos y capacidades a los intereses del mercado, debería ser leído con especial atención por quienes apenas sabemos nada de lo que viven nuestras compañeras cuando pasan por la experiencia de ser madres, o incluso cuando deciden no pasar por ella. Todos los hombres que con relativa frecuencia incluso nos atrevemos a construir discursos en torno a la maternidad, los cuidados o la crianza de los hijos, deberíamos empezar por leer libros como éste para ser plenamente conscientes de dónde debería ponerse el foco político. Y muy especialmente un libro como el de Beatriz Gimeno debería ser leído por todos los que están subidos al carro de las nuevas paternidades y en cuyos planteamientos parece no haber apenas espacio para la realidad de aquéllas sin las que lógicamente no podrían ser padres, ni nuevos ni viejos, ni buenos ni malos. Es decir, creo que es imposible articular un discurso, y no digamos una práctica política y social, sobre las paternidades sin previamente revisar los condicionantes que siguen convirtiendo la maternidad en una especie de trampa para nuestras compañeras. No creo que sea posible construir un nuevo modelo de padre aislado de una realidad en la que el objetivo principal debiera ser cómo encajamos la maternidad, de la manera más respetuosa con su autonomía, en el proyecto vital de las mujeres. Ese debería ser unos de los principales ejes del debate político en torno a la igualdad, en la medida en que la maternidad sigue siendo, tanto desde el punto de vista material como meramente simbólico, uno de los principales obstáculos para que ellas puedan sentirse tan autónomas como nosotros a la hora de diseñar su itinerario de vida.
Estoy seguro de que después de leer un libro como el de Beatriz Gimeno, algunos hombres, y quiero pensar que muy especialmente los que parecen empeñados en que su paternidad sea una práctica construida desde la presencia, no quedarán indiferentes. Porque las páginas de este volumen constituyen también una interpelación a quienes, desde la acción y/o la omisión, contribuimos a mantener un orden simbólico y un estado de cosas en el que el cuerpo de las mujeres sigue condicionado por su destino biológico. Es decir, la lectura de La lactancia materna nos demuestra, por si a estas alturas a alguien no le quedaba claro, que ser madre es una cuestión política y que solo puede ser debidamente analizada desde las relaciones de poder en las que se inserta. Y que, por tanto, buena parte de la revolución feminista pendiente tiene que ver con la emancipación de unos mandatos de género que continúan haciendo que las mujeres continúen sometidas a prácticas disciplinarias que las dividen en buenas y malas. Como los cuentos de toda la vida. Esos que el patriarcado no ha dejado de contarnos con tal de mantenerlas a ellas felizmente domesticadas.