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En los hoteles de Andalucía sí lloverá este verano

El presidente de la Junta advierte de medidas restrictivas en baldeo, riego y piscinas a partir de septiembre si no llueve antes.

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Hay algo siniestro en que durante el próximo verano en Andalucía sí puedan bañarse en las piscinas los turistas que están en los hoteles y, en cambio, no puedan hacerlo los ciudadanos con acceso a piscinas comunitarias. Una medida que naturalmente sólo se entiende por razones económicas, pero no climatológicas. 

Mi comarca, La Axarquía (Málaga), tiene un embalse que se encuentra entre los más vacíos de toda España. Actualmente está en un 9,7% de su capacidad, algo por encima de lo que había hace unos meses, pero 32 puntos menos de lo que se ha registrado en promedio durante los últimos diez años en la misma semana. Los municipios de la comarca llevan más de un año con diferentes restricciones, y no todas son coherentes entre sí. Y ahora, que ha tocado el turno a la competencia autonómica, la señal que se manda es aún más confusa: si eres un turista que paga hotel no tienes por qué preocuparte de la sequía, pero el resto sí.

Llama la atención también que el Gobierno andaluz comunicara hace unos días que su presidente, Juan Moreno Bonilla, pidió al Papa en el Vaticano que intercediera ante quien corresponda para que se termine la sequía. Es obvio que se trata de una licencia poética, pero seguramente con ello quieren expresar que la cosa de las precipitaciones está más allá de las competencias autonómicas. Naturalmente, la política no es culpable de lo mucho o poco que llueva en la región -aunque sí de la contribución al cambio climático-. Sin embargo, la política es desde luego la responsable de la gestión que se hace del agua. Y aquí el Partido Popular tiene mucho que esconder.

Mi militancia política comenzó en Rincón de la Victoria, en Málaga, y fue impulsada en parte por el interés en frenar el desastre medioambiental que se estaba produciendo en la región en plena burbuja inmobiliaria. La construcción desenfrenada había provocado no sólo el evidente cambio de paisaje, sino también un destrozo en los ecosistemas y sus funciones vitales. De hecho, cuando llegaron las lluvias torrenciales en 2004, no había ya montes que absorbieran el agua y ésta arrasó todo lo que se encontró a su paso; por si fuera poco, el paseo marítimo hizo de presa y el agua buscó su salida natural dentro de las viviendas. Los vecinos acudieron con martillos a romper los muros del paseo marítimo a fin de facilitar que el agua llegara al mar; un símbolo de una época en la que la política se hacía descarnadamente de espaldas a la naturaleza. 

Justo a comienzos de siglo empezó también en la comarca la fiebre de los cultivos subtropicales, en especial del aguacate, que fueron desplazando a las producciones tradicionales debido a su alta rentabilidad. Tras la crisis financiera de 2008 y el estallido de la burbuja inmobiliaria -muy intensa en todo el litoral mediterráneo-, los cultivos subtropicales se convirtieron en un valor refugio del capital y se disparó la inversión, sobre todo en el mango. Así, hace unos años los subtropicales representaban ya más de tres cuartas partes de todo el regadío de la comarca. El problema es que este tipo de explotaciones son muy intensivas en consumo de agua, y solo el regadío supone el 76% de todo el consumo en la Axarquía. De hecho, el Gabinete de Estudios de la Naturaleza de la Axarquía, coordinado por Rafael Yus, ya alertó en 2016 que esas producciones sobrepasaban con creces la capacidad hídrica de la comarca, y recientemente han calculado un déficit hídrico de 14 hectómetros cúbicos. Un déficit que, además, se agudiza con la sequía.

En definitiva, los regadíos de estos cultivos se han ido bebiendo el agua que, en otro caso, estaría disponible para otros usos, incluyendo el humano. Los diferentes gobiernos no sólo no anticiparon esta trayectoria, y mucho menos escucharon las voces de alerta, sino que apoyaban esta “modernización del sector agrario porque, obviamente, era mucho más rentable y traía más dinero a una zona devastada económicamente tras la burbuja inmobiliaria. Pero lo que estaba por venir era evidente: el colapso hídrico de la región. 

Ante estas circunstancias, bien están las restricciones. Se trata de medidas políticas que deben implantarse como un incentivo (o desincentivo), es decir, como señales diseñadas para orientar el comportamiento ciudadano. Una señal de restricción bien diseñada tiene que trasladar el mensaje de que hay que reducir el consumo del bien en cuestión. Y debe hacerlo de manera que el comportamiento agregado de todos los ciudadanos permita el éxito de la operación, esto es, la reducción del consumo. Pero si existen asimetrías el mensaje es perverso y la señal queda corrompida. 

En el excelente libro de Marta Peirano, Contra el Futuro: Resistencia Ciudadana frente al feudalismo climático, se describe el caso de Ciudad del Cabo, que en 2018 afrontó una de las peores sequías de su historia. Allí tomaron medidas subiendo el precio del agua y reduciendo la presión, para luego prohibir los usos no esenciales, como lavar los coches o llenar las piscinas. Sin embargo, la novedad estuvo en que se obligó a instalar en las viviendas medidores precisos del consumo del agua, con lo que cada vecino sabía lo que consumía. Además, el gobierno municipal publicó mapas y paneles con el consumo medio por barrio, y los vecinos comenzaron a competir virtuosamente por ver quiénes se esforzaban más en reducir el consumo de agua. Una lucha por ser buenos ciudadanos; una lucha contra el derroche. En seis meses toda la ciudad había aprendido a vivir con la mitad de agua y, además, lograron esquivar el momento crítico de imponer racionamientos. Se trata de un ejemplo de un buen diseño de política pública.

Pero Andalucía no es Ciudad del Cabo. Por eso, lo que cabe preguntarse es: ¿qué credibilidad tiene un discurso contra el despilfarro de agua si la señal impulsada desde el gobierno andaluz consiste en decirles a los turistas que no se tienen que preocupar por sequía alguna? 

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