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Los impostores ecologistas existen y son peligrosos

El pensamiento verde no es ni puede ser un simple punto de vista transversal que se incorpore a cualquier plataforma política, sino una alternativa con identidad propia, independiente del resto de las posibilidades que solemos manejar. Hay que decir claramente que ciertas ideologías y concepciones del mundo son radicalmente incompatibles con la propuesta ecologista.

Hace unas semanas, escuché el discurso de Ursula Von der Leyen, ministra de defensa alemana (CDU), devenida presidenta de la Comisión Europea gracias a los tejemanejes que han acabado con el sistema (defectuoso, pero más democrático) del “spitzenkandidaten” y gracias al apoyo de socialistas y liberales. Von der Leyen es una apuesta de las élites, profundamente conservadora y retrógada, pero se presentó, cínicamente, como feminista y ecologista, referenciándose en Simone Veil, hablando de paridad y violencia de género, cambio climático y transición ecológica. Un síntoma, sin duda, de que hemos ganado el relato y ahora tenemos más fuerza discursiva, pero también una señal que desvela las inmensas dosis de demagogia que se esconden tras estas hiperventilaciones sobrevenidas.

A veces, lo que se presenta como feminista es puro neoliberalismo progresista y lo que se dice ecologista es, como en este caso, simple capitalismo verde.

Los y las ecologistas llevamos trabajando años para distinguir con claridad el (medio)ambientalismo, el capitalismo verde y el ecologismo, para incorporar las reivindicaciones ecologistas al discurso de los derechos humanos y señalar, sin ambigüedades, que es un determinado sistema productivo el que ocasiona nuestros problemas y que el criterio de reparto de la riqueza que nos proporcionan los derechos ha de incluir la perspectiva ecologista.

Si no hay justicia social sin justicia ecológica es porque la primera depende materialmente de los recursos existentes, de quiénes son sus propietarios, del uso que hacen de ellos y de las instituciones públicas y comunitarias que velan, aparentemente, por su sostenimiento.

El capitalismo verde consiste en confiar en el mercado y en la iniciativa privada para lograr una restauración del equilibrio ecológico; una de las vías que el sistema capitalista ha encontrado para autolegitimarse en un momento de crisis. Se trata de defender un crecimiento indefinido de la producción material y asignar valores monetarios a todos los bienes y recursos naturales, externalizando los costes ambientales y sociales a los “otros” (a los pobres, las generaciones futuras y a las personas vulnerables) para que paguen su precio.

Si los daños ecológicos son irreparables, el objetivo social ha de ser que el daño no llegue a producirse, y el capitalismo verde conduce, sin embargo, a estimular un mercado de la contaminación. El eslogan “El que contamina paga”, con el que se pretende adjudicar un precio a la contaminación, permite a muchas empresas enriquecerse con la posibilidad de contaminar, vendiendo su cuota a quienes no les conviene invertir en tecnología limpia; en suma, comerciando con un “mal” que, aún limitado, no sólo no se suprime, sino que se estimula porque resulta rentable. O sea, que lejos de despertar nuestra conciencia medioambiental y convertirse en el camino hacia prácticas más radicalmente verdes, esta vía puede constituir un obstáculo para alcanzarlas, dado que nos acaba inmunizando, y no sensibilizando, ante la problemática ecológica.

Simplemente, no se puede ser ecologista y entregarse a la lógica del mercado (que no es la lógica de la vida, sino su contrario), privatizar recursos, comprarlo y venderlo todo. La transición socioecológica no es compatible con la obtención de un rendimiento económico indefinido y a cualquier precio.

No se puede ser ecologista y dejar intactos los intereses de las grandes empresas que son responsables del 71% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, que se apropian de las aguas, los bosques y las fuentes energéticas, que desplazan y exterminan a las poblaciones que han hecho del ecologismo una forma de vida. No se puede ser ecologista y trabajar para favorecer a Endesa, Iberdrola o Repsol, desde sus consejos de administración o desde un consejo de ministros.

Tampoco hay ecologistas de extrema derecha o derecha extremada, esos que defienden la impostura verde para renovar circularmente su patriotismo excluyente e identitario. Ahí está el Movimiento por una Hungría mejor hablando de nacionalismo verde y de administrar la naturaleza con valores cristianos. Ahí está también el portavoz de la Reagrupación Nacional de Le Pen, convencido de que las fronteras son el mejor aliado en la lucha contra el cambio climático, sosteniendo que la preocupación por el clima es inherentemente nacionalista y que a los “nómadas” no les puede preocupar porque no tienen patria. Curioso, ¿no? Dado que muchos de estos “nómadas” son desplazados por extractivas y multinacionales declaradas impunes por los mismísimos gobiernos europeos.

Los mercaderes y los ecofascistas, impostores ecologistas, constituyen un auténtico peligro, se necesitan y mantienen alianzas políticas y empresariales por todas partes. Combinan a la perfección nacionalismo reaccionario, racismo, supremacismo blanco, tesis eugenésicas y elitismo, y esta combinación fue el leit motiv declarado en la matanza de Nueva Zelanda y en la masacre de El Paso. Lo suyo no es una broma, una tesis, una posibilidad o una distopía, sino un plan homicida perfectamente diseñado para quedarse con lo poco que nos queda y para aniquilar a “los seres sobrantes” en un mundo de recursos escasos y mal repartidos. O desvelamos su estrategia o serán sus propias víctimas quienes les voten en las próximas elecciones.