Independencia

Estamos tan apenados por la destrucción de nuestra sanidad pública que últimamente lo vemos todo en términos infectocontagiosos. La Diada, por ejemplo. Casi todos los comentarios políticos que he leído sobre la manifestación del otro día en Barcelona señalan el sorprendente avance del independentismo, que en muy poco tiempo se ha extendido por toda Cataluña. Los comentaristas, tanto de izquierdas como de derechas, piensan en el independentismo como en un proceso infeccioso, un virus que ha estado latente en el cuerpo social de una Cataluña seropositiva, pero que afortunadamente no se había manifestado hasta ahora.

Al analizar las causas, los de derechas achacan la infección a la poca salud de los catalanes, a su endeble sistema inmune, a su maldad intrínseca. Los de izquierdas echan la culpa a la medicina preventiva: a las desastrosas políticas del Gobierno central en las últimos años, a la supuesta hostilidad que despiertan los catalanes y al empeño en no cambiar un sistema de financiación que los perjudica.

A mí lo que me hubiera sorprendido de la manifestación independentista del día 11 es que no hubiera sido multitudinaria. Soy yo, que no tengo nada de catalán y que no siento demasiada simpatía por los nacionalistas, y os aseguro que me habría gustado estar en aquella cabecera pidiendo la independencia de la rancia España emergente que está ganando esta última edición de la Guerra Civil, la que estamos librando estos días, afortunadamente en versión incruenta.

No son sólo los catalanes quienes claman por la independencia. Somos muchos lo que, sin haber nacido en Cataluña o en el País Vasco, quisiéramos estar lejos de esta España arruinada y castiza, patética como el personaje del hidalgo en el Lazarillo de Tormes.

¿Qué son sino manifestaciones independentistas aquellas que hicimos contra la Guerra de Irak o las que organizamos contra los recortes o la marcha sobre Madrid del próximo día 15 o la que rodeará en Congreso el 25 de este mismo mes? La multitudinaria manifestación del otro día en Barcelona y las multitudinarias concentraciones y acampadas del 15-M están alimentadas por la misma fuerza, por la misma ira, por idéntica frustración, por el convencimiento de que este no es nuestro país, el país donde nos gustaría vivir. ¿Acaso no se están independizando también —y de qué manera— los miles de estudiantes, artistas, becarios e investigadores que se marchan de esta nación abortada en busca de otra menos obtusa, menos medieval y más civilizada?

La manifestación de la Diada interpretó en clave independentista un sinfónico malestar de clase, el mismo que alimenta todas la movilizaciones ciudadanas desde el 15-M. No es un conflicto entre naciones, sino el penúltimo episodio de esta renovada lucha de clases.