Dos hospitales, un puente, un par de parques, un auditorio; numerosos colegios públicos, escuelas infantiles, centros culturales, bibliotecas, residencias de mayores, polideportivos; además de incontables calles y varias plazas. Todos estos lugares, repartidos por toda España, en grandes capitales y en pequeños pueblos, en zonas de nueva construcción y en viejos espacios rebautizados, todos tienen algo en común. Su nombre: Infanta Cristina.
Por supuesto, la hija del rey no es la única, ni siquiera la que más. Todos los miembros de su familia han dado nombre a innumerables espacios públicos en los últimos cuarenta años, hasta saturar un callejero donde, como no cabían ya más universidades Rey Juan Carlos, museos Reina Sofía, pabellones de deportes Príncipe Felipe y bibliotecas Infanta Elena, tuvieron que dar paso a la tercera generación y empezar a bautizar instalaciones con nombres de niñas: las infantas Leonor y Sofía.
Que con solo seis años de edad alguien merezca que un hospital o un colegio sean nombrados en su honor demuestra, por si alguien lo dudaba, que Cristina de Borbón no ha necesitado mérito propio más allá de su apellido, ese apellido que en padres, hijos y nietas deja en el olvido a tantas mujeres y hombres que en España merecerían el reconocimiento de un colegio, una biblioteca o una calle que no han podido tener.
Si no les hemos exigido, ni a ella ni a su familia, ningún mérito para merecer tales honores, a cambio al menos cabría esperar un comportamiento ejemplar. No digo que deba llevar una vida virtuosa, pero lo que hoy sabemos de la infanta Cristina -la manera en que ella y su marido utilizaron una fundación y una sociedad patrimonial para comportamientos que un juez está a punto de imputar como delito fiscal y tal vez incluso blanqueo de capitales- es todo lo contrario que esperaríamos de quien ha vivido toda su vida de nuestro dinero y además ha merecido más honores que ninguna otra mujer ni hombre en la España reciente.
Como republicano, ya sabrán la poca gracia que me ha hecho siempre que la familia Borbón acapare el nomenclátor público. Pero no estamos ya ante un problema de monarquía o república, sino ante el comportamiento indigno de alguien que, gozando de la confianza, el aprecio y el agradecimiento con honores de todo un país, tomó tales honores como una forma de impunidad, una barra libre.
No sabemos si, en caso de concretarse esa imputación que parece cantada, llegará muy lejos, o terminará otra vez en “desimputación” gracias a los continuos esfuerzos del fiscal, la Audiencia, el gobierno, la Agencia Tributaria y los medios monárquicos por limpiar una suciedad que cada vez resulta más pringosa y huele peor.
Pero incluso respetando la presunción de inocencia, lo que ya sabemos de ella, de su marido, de sus negocios, sus facturas, sus manejos fiscales, al margen de que sea o no delito, supone suficiente indignidad como para que ministros, consejeros autonómicos y alcaldes se apresurasen en borrar su nombre de lugares públicos cuyos rótulos nos avergüenzan a muchos.
En mi caso, no me bastaría con eliminar su nombre y rebautizarlos con los de aquellas mujeres y hombres dignos y valiosos. Para devolvernos todo el honor recibido y hacerlo con la misma moneda, lo justo sería que la misma infanta que en su día los inauguró, los visitó oficialmente, desveló placas conmemorativas, se retrató a la puerta e inscribió su nombre en libros de visitas, regresase hoy a cada uno de esos hospitales, colegios, bibliotecas y parques, y en el acto oficial de renombramiento pidiese perdón públicamente. Qué menos.