Hay algo que nunca me canso de preguntar y escuchar: relatos de cómo la gente se fue de casa. Cuándo y cómo dejó de vivir cada cual con su familia de origen. A dónde se fue. Pregunto en Twitter, y por la cantidad de respuestas corroboro que al otro lado hay las mismas ganas de contar que de escuchar. Residencias, colegios mayores, pisos compartidos, prestados, heredados, otras ciudades a las que moverte para trabajar, para estudiar, una Erasmus, una Séneca, matrimonios, okupaciones, hasta alguien que salió para ir a la cárcel por insumiso y otro para ordenarse sacerdote. Incluso quien se quedó sin padres, viéndose independizar en pasiva, alegre o tristemente. Pienso inevitablemente en la Andrea de Laforet llegando a la estación de Francia y buscando el piso frío de la calle Aribau. Y desearía que todas escribiéramos nuestras propias ‘Nadas’. Porque igual que vida laboral hay una vida habitacional, y esta dice mucho de quiénes somos, de dónde venimos, a dónde pudimos ir, cómo pudimos comenzar. A ver, que siguen llegando respuestas al tweet.
Se plantean enseguida dos matizaciones importantes: por un lado, no es lo mismo irse de casa que independizarse económicamente; y, por otro: ¿es posible hoy día irse sin volver? Generaciones más jóvenes se preguntan, sin más: ¿es posible irse? Ahora no te vas de casa: haces incursiones intermitentes. Las vueltas periódicas e indeseadas a casa de los padres parecen haber marcado el fin del relato de la pisobiografía evolutiva en el que salías para no volver y en el que siempre habitaríamos casas mejores. Hay un texto de Lucia Berlin en el que hace una enumeración de todas las casas en las que vivió a lo largo de su vida (muchísimas), asociando a cada una de ellas una catástrofe natural o familiar. Nuestra vida contemporánea es y será mucho más berliniana que lineal, con muchos ires y venires, obligados, sobrevenidos o elegidos.
Condiciones materiales aparte (si se me permite el sofisma), creo que todo “irse de casa” es una experiencia liminal que nos hace sentir un vértigo excitante, que constituye uno de esos momentos fundacionales, una época normalmente eléctrica, por más mal dadas que vengan las cosas. Veo Starstruck (HBO Max) y las escenas geniales entre Rose Matafeo y su compañera de reparto en la cocina destartalada de algún barrio de Londres. Seguro que su vivienda es tan inverosímil como las de las series Valeria o Todo lo otro, de Netflix, pero a mí no me lo parece, quizá solo porque Starstruck es mucho mejor. Los pisos falsos de la ficción española son un insulto a esa biografía colectiva habitacional hecha jirones.
Las administraciones que no promueven la vivienda pública, que permiten la liberalización salvaje del bien de la vivienda, quienes ponen precio a sus propiedades que “tensionan” el mercado, quienes dividen enormes pisos pensionables para hacer apartamentos turísticos, quienes piden avales, absurdas mensualidades de adelanto, nóminas, quienes “no quieren estudiantes”, ni gente racializada ni por supuesto sin papeles, están dejando que un mercado expropie una de las experiencias centrales de toda vida. Si no nos podemos ir de casa acabaremos siendo una sociedad jibarizada, extraña, dependiente en el peor de los sentidos. Le robo el título de la columna a una de las últimas novelas de Martín Gaite, escritora que contó bien los desplazamientos y las raíces móviles mientras continúan llegando respuestas. Las más descorazonadoras, las de jóvenes que aventuran un año futuro en el que poder contarme su historia. ¿2030? ¿2035? Nada ni nadie, ningún mercado devorador, debería poder usurpar el derecho a irnos de casa.