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La izquierda adicta a Ayuso

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

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Con la enésima ocurrencia de Isabel Díaz Ayuso, esta vez sobre el 8M y para cuándo el Día del Hombre, me detuve a reflexionar sobre la relación tóxica que la izquierda mantiene con la presidenta de la Comunidad de Madrid. Y concluí que a todos los que nos encontramos en el campo contrario a lo que representa el PP de la capital nos encanta jugar al juego de las barbaridades de Ayuso. Ayuso dice algo horrible, insensato, rancio o demagógico, o todo eso al mismo tiempo, y corremos a comentarlo y amplificarlo en redes sociales. Nos sentimos tan consternados e indignados por sus palabras como intelectual y moralmente superiores. El juego resulta así satisfactorio para ambas partes. De hecho, es adictivo. Por eso estamos dispuestos a jugarlo en bucle. Ella y nosotros.

Ayuso ha perfeccionado la degeneración del discurso político que ya constató Alexis de Tocqueville en su libro 'La democracia en América', publicado en 1835: “En América, los partidos no escriben libros para combatir la opinión de unos y otros, sino panfletos que circulan durante un día con increíble rapidez y después expiran”. El bombardeo constante de lemas y consignas (que, por separado, no resistirían la más mínima confrontación intelectual) produce un efecto acumulativo en el que una estupidez sepulta a la anterior y el resultado es el contrario al esperado: una carrera política triunfal. El propio discurso de Ayuso, plagado de necedades y demagogia, tapa los errores de su gestión, y quita gravedad a los 7.291 mayores muertos en las residencias madrileñas y al cobro de comisiones de su hermano por la venta de las mascarillas. Esta ironía resulta incomprensible para sus detractores, y así entramos en la segunda fase del juego tóxico entre la izquierda y Ayuso: creer que cada nueva barbaridad acerca el final de su mandato. Terminará cayendo. Sus votantes terminarán por darse cuenta. Algún día podremos decir, ya os lo dijimos. Sufrirá una descalificación moral de izquierda a derecha y, como en el cuento de 'El emperador', todo el mundo gritará: “El emperador va desnudo”.

Pero no es así. El problema de este juego del que, en secreto, todos disfrutamos es que Isabel Díaz Ayuso tiene las de ganar. En el libro 'Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del show business', escrito en 1985, Neil Postman ya advertía de que el futuro no sería orwelliano sino más parecido a lo que Aldous Huxley imaginó en 'Un mundo feliz', esto es, que la verdad corre el riesgo de ser anegada por un mar de irrelevancia y que la capacidad de las tonterías para sepultar la disidencia y la oposición es mayor que la de la censura descarada. “Orwell temía que nos convirtiéramos en una cultura cautiva. Huxley temía que nuestra cultura se transformara en algo trivial”, escribe Postman. 

El tono intenso de la conversación política en redes sociales y medios de comunicación crea la ilusión de que determinadas ideas relevantes están a punto de ser aceptadas o rechazadas mayoritariamente. Porque es lo lógico, es lo racional. Pero la forma de esta conversación pública (miles de pequeños argumentos y miles de pequeñas necedades) hace imposible tener un debate constructivo y de progreso. Esto se puede ver con claridad en la forma de hacer política, o más bien en la forma de expresar la política, de Isabel Díaz Ayuso, y las reacciones que provoca. ¿Cómo es posible que con semejantes salidas de pata de banco siga teniendo mayorías absolutas? ¿Cómo a pesar de su desprecio a los derechos de mujeres y trabajadores, a la justicia social, a su apoyo sin pudor de los privilegios de los que más tienen nadie de derechas cuestione su liderazgo?

Neil Postman advierte en su libro de que “en cualquier entorno de comunicación, la entrada, o sea aquello sobre lo cual uno es informado, siempre excede la salida, es decir, las posibilidades de acción basadas en la información”. La acumulación de estímulos y el entretenimiento, placer e indignación que esa acumulación nos produce hace más difícil que nos organicemos para alcanzar metas concretas. Para salir de este bucle hay que desechar la idea de que la política es espectáculo o suma de espectáculos pero también la idea, tan arraigada en la izquierda, de que es un espacio de afirmación moral. Se trata de volver a defender la política o, si se quiere, las políticas que mejoran de forma real y concreta la vida de la gente. Resultará menos satisfactorio moral y emocionalmente para la izquierda, y desde luego mucho más cansado y complejo que escribir un tuit. Pero será la única forma de construir un país que progrese, que avance en derechos. Un país contrario a la distopía del mundo feliz de Aldous Huxley, ese lugar cuyo problema, como escribió Postman «no era que estaban riendo en lugar de pensar, sino que no sabían de qué se reían y por qué habían dejado de pensar».

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