A los jueces les da un ataque

A veces las gentes sufrimos un ataque de cuernos personal, profesional o vital. Los jueces, sin embargo, tienen a veces ataques de potestas. Les acaba de dar uno. Es una de las cuestiones que nos deja la resaca de la sentencia de La Manada que tantas y tantas cosas ha removido. Ya les he dicho que no comparto el volcado de las justificadas iras de las mujeres sobre un tribunal o una judicatura que, presentando problemas, no es la causa principal de las disfuncionalidades que de forma mayoritaria e indignada sentimos muchas personas y no sólo las mujeres. Aún así, tengo que aceptar que mucha de esta rabia secular contenida se ha desbordado en las plazas, frente a los ministerios y los tribunales y ha apuntado con el dedo directamente a los jueces. Ellos también lo han notado, pero me temo que se han quedado mirando al dedo, en pleno ataque de potestas, se han puesto tensos, rígidos, en modo poder y se han olvidado de hacerse las preguntas más obvias. Les cuento.

Yo siempre he sido una curiosa incontinente y cuando era joven y estudiante lo era en grado temerario. A solo pasillo y medio del aula en la que cursaba la carrera que elegí y que amo, daba clases aún uno de los míticos romanistas que ha habido en este país, don Álvaro D’Ors, a quien nadie hubiera osado quitarle el don. Hijo de Eugenio d’Ors, era ya un mito en sí mismo. Tanto oír temer, sufrir, elogiar y admirar a mis compañeras de colegio mayor sus míticas clases de Derecho Romano, me colé más de una vez con ellas a oír al maestro. El mito no defraudaba. Pues bien, don Álvaro era un prodigio de saber y de pedagogía y explicaba a las mil maravillas todo lo que quería, pero tenía predilección por el tema de la auctoritas y la potestas. Tanto que, como a todos los sabios, se le podría resumir en pocas palabras diciendo que la auctoritas consiste en la posición que se deriva del saber socialmente reconocido y la potestas, la posición que se obtiene del poder socialmente reconocido. También se aprendía de él que dictar una sentencia es pura auctoritas porque para dictar una sentencia no hace falta el PODER sino el SABER. Los jueces, al percibir en los gritos de las mujeres que pierden la auctoritas han sentido una necesidad imperiosa y corporativa de mostrar el músculo de la potestas en un gesto equivocado y que tampoco calma nada la inquietud de los que reflexionan sobre lo que nos está sucediendo como sociedad.

La judicatura española siente que pierde pie social y siente bien. En el comunicado en el que las asociaciones judiciales -exceptuada Jueces para la Democracia- hicieron público su malestar, quisieron dejar claro que el Estado de Derecho se sustenta en la confianza que los ciudadanos tienen en sus instituciones pero, rígidos y en pleno ataque, no se preguntan por qué se ha quebrado tal confianza ni por qué sus conciudadanas están haciendo cosas que no hacían hace unas décadas sino que, por el contrario, prefieren simplemente afearles la conducta sin reparar en que, a lo mejor, existen nuevas causas y nuevos modos y nuevas formas que apunta el siglo que de ser definidas les ayudarían no sólo a entender sino a remediar. Y no son sólo los jueces, aunque me centre en ellos. Muchos otros juristas, abogados incluidos, se han mostrado en las redes sociales en primer tiempo de convulsión afeando y hasta negando el derecho de cualquier lego a pronunciarse sobre la justicia o injusticia de una decisión judicial. Todos a una olvidando que si la Justicia que imparten o que solicitan es ajena al pueblo al que sirve de ordenamiento ya no merece el nombre de tal.

La sentencia de ‘la manada’, producto de un tribunal fracturado, no es sino una forma de intentar hacer justicia material con un producto formal y técnicamente malo. Además, no esconde, para el que sepa ver, la intención manifiesta de lanzar la pelota hacia arriba para que sea otro tribunal el que tome la decisión polémica. Como Fuenteovejuna, insisten ahora sus colegas en la necesidad de respetar como si respetar fuera lo mismo que acatar. Acatar, acatamos y con eso el Estado de Derecho se mantiene en pie, pero el respeto es algo que procede de la auctoritas, del reconocimiento de la sabiduría y esa, esa debe ganarse y mantenerse y renovarse. Pregúntense señorías que ha sucedido para que la estén perdiendo como pierde gas un globo de helio que se eleva hasta desaparecer de nuestra vista.

Si dejaran de tragarse la vara de la potestas reflexionarían sobre lo que está sucediendo. Sobre cómo su trágala al enmerdamiento político de los tribunales, su sumisión y su silencio está provocando que la porquería resbale desde la cúspide por las laderas hasta emporcar todos y cada uno de los escalones. Les da igual, porque pecan de incoherencia máxima. Critican la politización de los nombramientos y la inaceptable injerencia de la política en los mismos y hasta nos van a hacer una huelga, pero luego salen a defender como leones los errores de magistrados, como el propio Llarena, del que saben que ha sido nombrado miembro del Tribunal Supremo básicamente por haber sido presidente de una asociación gremial. Curioso que todos los presidentes que de éstas han sido estén allí aposentados. Son juristas buenos, pero como tantos. Su hecho diferencial es el que es y todos ellos lo saben.

Lo mismo que saben mejor que ustedes y que yo lo que tiene de infumable la sentencia de Navarra. Por si no lo saben les diré que la mayor parte de los jueces es implacable con sus colegas. De facto, la mayoría de ellos cree que él es el juez por antonomasia, el mejor juez posible. Así que claro que ven los errores en las resoluciones de los otros. Con la nitidez que da el propio ego en muchas ocasiones.

Llevan razón en que no se puede pedir al poder político que purgue a un juez por su resolución, más que nada porque mañana pudieran pedir otros que lincharan al que se atreviera, por ejemplo, a decir que no hay rebelión en lo de Cataluña, y claro que llevan razón en que el reprobado ministro se está yendo de la chaveta con sus propuestas, pero no atinan a ver dónde está el problema y cómo pueden resolverlo.

Dicen los magistrados en su escrito que cuestionar al poder judicial es cuestionar el propio Estado de Derecho. Voy a dejar que les responda un discípulo aventajado y prestigioso de d’Ors -paisano mío, de mi misma generación-, Rafael Domingo, que ya escribía en 1999: “A las puertas del tercer milenio, me atrevería a decir que mis afirmaciones sobre la inexistencia del poder judicial sólo enseñan la punta de un iceberg que arrasará en el siglo XXI con el Estado de Derecho, cuyos principios de separación de poderes e imperio de la ley como expresión de la soberanía popular no pasan de ser viejos principios revolucionarios para los manuales de Historia del Derecho”.

Van a acabar diciendo que los logroñeses somos videntes, pero va a ser simplemente que no le tenemos miedo a la realidad.