Las lágrimas de Pablo
Estamos tan poco acostumbrados a ver a hombres expresando sus emociones, que todavía sigue siendo noticia que uno de nosotros lo haga en público, y no digamos si el varón que se salta la regla ocupa posiciones de poder. Durante siglos, el machismo,que es una cultura y no una conducta, nos enseñó a reprimirnos, a hacerle oídos sordos a lo que bullía dentro de nosotros, a no mostrar debilidad ante nuestros iguales, a ser, en definitiva, hombres de verdad, lo cual no significaba otra cosa que no ser una mujer.
Es de esta manera, es decir, como consecuencia de una socialización perversa y que nos preparaba para ser omnipotentes, como nos convertimos, usando palabras de Grayson Perry, en estreñidos emocionales. Este estreñimiento no solo nos hace seres incompletos, sino que también ha contribuido a que proyectemos nuestros fracasos y nuestras debilidades en ira, en violencias y, en general, en relaciones poco saludables con nuestros semejantes y muy en especial con las mujeres. No solo hemos estado y seguimos estando metidos en una jaula, la de la virilidad, sino que también nos hemos ido convirtiendo en animales peligrosos cada vez que hemos hecho lo imposible por mantener nuestro poderío. Es así como hemos ocupado tronos, conquistando cuerpos y territorios, y como no hemos dejado de firmar entre nosotros pactos mediante los cuales dejar claro que somos la mitad privilegiada de la Humanidad.
Cada vez que un hombre llora en público, como lo hizo Pablo Iglesias tras la ajustada votación que permitió el primer gobierno de coalición, y entre partidos de izquierda, de nuestra democracia, se abre una grieta en el patriarcado. Una fisura que, aunque pueda parecer pequeña, nos permite introducir en ella una palanca que hará, a su vez, que empiezan a saltar las costuras de un régimen hecho a nuestra imagen y semejanza. Dice Pablo Iglesias, al que en otras tantas ocasiones he visto reproducir los esquemas del machito dominante, que él es muy llorón, y me imagino que ahora que es padre esa tuerca que activa lo que nos hace más humanos se habrá flexibilizado dejará con más frecuencia escapar el agua estancada.
Sus lágrimas en el Congreso, que es un espacio tan dado, sobre todo últimamente, a las expresiones más viles de los machos que se creen en posesión de la única verdad, representan, o al menos quiero pensar que es así, una llave que nos permitirá ir abriendo esas puertas que los varones nunca hemos querido traspasar. Las que nos reconcilian con nuestra humana fragilidad, las que nos enseñan que justamente por ser vulnerables somos interdependientes, las que nos interpelan con la urgencia de incorporar la ética del cuidado a nuestros quehaceres.
Yo fui uno de esos españoles que el pasado día 7 me emocioné hasta las lágrimas Supongo que, por las tensiones acumuladas, por los miedos que me provocan los discursos reaccionarios que se extienden, también por el cabreo insistente que he sentido en los últimos meses con aquellos que me representan. Mis lágrimas, que también yo, como buen hombre, he administrado siempre con excesiva cautela, fueron la expresión de alegría, de esperanza, de digestión a fin de un empacho de gritos y cóleras que me hacían presagiar el peor de los escenarios posibles. En apenas unos segundos recordé, como si fueran trailers cinematográficos, el principio esperanza de Bloch, las utopías transformadoras de las que hablan Boaventura de Sousa Santos o Juan José Tamayo, las voces emancipadoras de Olimpia de Gouges y de Clara Campoamor, los nombres y apellidos de tantas mujeres y de tantos hombres que empujan hacia el futuro, aunque en sus carteras no haya carnet de ningún partido.
Todas ellas y todos ellos estaban en mis lágrimas y quiero que pensar que también en las de Pablo, cada uno, con distinta intensidad, responsables de que nuestra democracia mire hacia adelante y no cometa el error de dejarse seducir por la melancolía que siempre paraliza o, peor aún, nos retrotrae a tiempos en sepia. Estoy convencido de que una de las grandes revoluciones pendientes tiene que ver con la superación de unas masculinidades patriarcales que crean tantos monstruos entre nosotros y tantas víctimas entre las mujeres. Y ello pasa, en gran medida, por nuestra reconciliación con las emociones que son las que hacen posible la empatía y el reconocimiento del otro y de la otra, que son las que nos ayudan a superar los binomios que nos convirtieron en seres superiores y que deberían ayudarnos a colocar la vida en el centro de nuestras ocupaciones y preocupaciones.
Tras las lágrimas de Pablo, solo queda pues que empecemos a renunciar a nuestros privilegios, que contribuyamos a convertir la paridad en principio esencial de lo público y de lo privado y que seamos, al fin, capaces de entender que no solo hacen falta cambiar los jugadores sino también las reglas del juego. Convencidos de que la verdadera matria, frente al triángulo que representan padre/patria/patrimonio, reside en los espacios donde todas y todos podamos ser iguales desde nuestras diferencias. Y donde los derechos, como bien nos recuerda siempre Ferrajoli, sean la ley de los más débiles.
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