Un usuario de Twiter me daba así los buenos días esta mañana: “Supongo que el feminismo estará feliz. Un candidato (Macron) y una candidata (Le Pen) Equilibrio perfecto”. No ha sido el único, por supuesto, en recurrir al sarcasmo machista después de que Le Pen pasara a la segunda vuelta de las elecciones francesas.
No es nada nuevo, tampoco muchos entendieron hace unos meses por qué muchas feministas no estábamos entusiasmadas con la posibilidad de que Hillary Clinton llegara al poder en Estados Unidos, concluyendo una vez tras otra que si no la apoyábamos era sin duda porque “claro, como no es de izquierdas, ya no os vale”.
En el fondo, ésta no es una mala conclusión, el problema es que tratan de disfrazar de intolerancia y/o totalitarismo lo que en realidad es sólo un problema de posturas antagónicas e irreconciliables. Si Le Pen sólo usa el feminismo para señalar el machismo de los musulmanes, pero ignora el del resto de mortales, está claro que sólo tira de una lucha vital como la feminista para maquillar su xenofobia. Si ella es mujer pero está en contra de políticas feministas como la de las cuotas, que sólo buscan asegurar que las mujeres estemos proporcionalmente representadas, ¿de qué le vale al feminismo que alcance el poder?
Se intenta con este discurso machista del “No queréis mujeres en el poder, queréis sólo a las que piensen como vosotras” hacer pasar a las feministas por terribles sectarias que no creen ni en su propio discurso, ése que pasa inevitablemente por exigir que las mujeres lleguemos tantas veces y tan alto como los hombres.
Y sí, el feminismo aboga porque las mujeres ocupen todos los espacios, es obvio, pero a esto se le llama simple y llanamente usar la lógica: somos el 52% de la población, ¿por qué el poder entonces no está a partes iguales en ambas manos? Claramente por un sistema que no sólo nos veta sino que nos enseña a conformarnos con ese veto y a reproducirlo con las siguientes generaciones.
Pero sería absurdo e incongruente que, una vez una mujer toca poder, las feministas aplaudamos embravecidas aunque esa mujer sea una fascista como Le Pen (o una intervencionista e imperialista como Clinton). La razón, que parece que no cala en el machirulado, es obvia: una mujer que aprovecha el poder para fomentar el patriarcado o la segregación racial, o el capitalismo salvaje que explota al tercer mundo o un sinfín de políticas machistas, es un obstáculo para la lucha feminista en sí: la liberación de todas las mujeres.
Las feministas no sólo queremos la igualdad para una parte de la población femenina, queremos que cualquier mujer sea igual a un hombre. ¿Van a alcanzar las mujeres musulmanas, por poner un ejemplo, la igualdad de derechos en Francia? ¿Iban las mujeres pobres en USA a liberarse con Hillary Clinton? ¿Les sirvió de algo a las inglesas que Thatcher gobernara en los 80?
Sólo hay que echar un vistazo a las lamentables políticas sociales que desarrolla la derecha a lo ancho y largo del mundo para comprender que ningún partido conservador puede favorecernos. Y no sólo a nosotras, sino a cualquier sector o colectivo que nace ya en inferioridad de derechos y de posibilidades. Su propio nombre los define: conservadores. El feminismo no quiere conservar la desigualdad existente, quiere eliminarla; necesita, en definitiva, el progreso.
Sin ayuda a las personas que constituyen los grupos más desfavorecidos (vaya por dios, no tuvieron la suerte de nacer en el primer mundo como hombre, blanco, heterosexual y sin ninguna discapacidad), la desigualdad va a conservarse a la perfección, como viene ocurriendo. Por eso, tanto la desigualdad, como la batería de políticas e ideologías que la perpetúan tendrán siempre enfrente al feminismo, ya las promueva un blanco como Rajoy, un negro como Obama o una mujer como Marine Le Pen.