Lecciones de la ley del 'solo sí es sí'
La manera en la que las sociedades gestionamos los conflictos dice mucho de nosotros. La tormenta mediática y política -en este orden- desatada por la aplicación judicial de la ley del 'solo sí es sí' no nos deja bien parados.
El debate se está planteando en términos poco útiles para las mujeres. La mayor protección frente a la violencia que pretendía la ley -incluso por encima de sus posibilidades- se ha convertido en una percepción de mayor inseguridad. En el imaginario social se ha consolidado la idea de que la seguridad de las mujeres depende de la intensidad de las penas de cárcel, algo que la experiencia desmiente.
Soy de los convencidos de que la Ley de garantía integral de la libertad sexual comporta avances importantes. Comenzando por el reforzamiento de uno de sus ejes, el consentimiento como factor delimitador de la libertad sexual. Incorpora derechos y obligaciones en el ámbito laboral, un espacio en el que las relaciones de poder propician los abusos. Mejora la protección de las víctimas, incluido el derecho a la reparación. Regula un mejor acceso a las prestaciones sociales e incorpora compromisos de extensión de servicios a las víctimas. Refuerza el papel de la educación sexual en toda la etapa educativa y el uso de la formación como estrategia de reinserción de los agresores.
A pesar de estos significativos avances, desde el principio la ley ha sido analizada y juzgada de manera sesgada, como si lo más importante fuera su nuevo cuadro de penas y delitos. Hasta el punto de que una ley “integral” ha acabado apareciendo como una norma estrictamente penal. A ello ha contribuido mucha gente, en ocasiones de manera involuntaria. Lo vienen advirtiendo voces autorizadas, referentes del feminismo y de la judicatura.
Este desenfoque ha estado presente en el ambiente social desde el primer día y en ocasiones incluso ha atrapado a las promotoras de la ley. Baste recordar las movilizaciones contra la sentencia en el caso de 'la manada'. Sirvieron para generar conciencia del problema, pero también para decantar su tratamiento hacia el populismo punitivo
De aquellos polvos vienen estos lodos. El resultado es que han desaparecido prácticamente del debate público los aspectos más importantes de la ley, que han sido sustituidos por un enfoque meramente penal.
Quizás por eso les ha sido muy fácil a las derechas y a sus portavoces mediáticos imponer esa mirada en el centro del debate. La confusión entre rechazo social y reproche penal de determinadas conductas contra la libertad sexual ha calado en todo el cuerpo social.
La reacción a la defensiva del Ministerio de Igualdad ante las críticas recibidas ha contribuido a ello. No tengo dudas de que hay quien le tiene muchas ganas a Irene Montero. Le ha pasado antes a otras ministras, pero en su caso en grado extremo y rebasando todos los límites que puede soportar la democracia sin terminar gravemente agrietada.
Pero lo que en términos humanos puede ser comprensible, en términos políticos constituyen un error. Hay reacciones que sirven para cohesionar a los propios, pero que son contraproducentes para ganar a la mayoría.
Cuando asociaciones tan cercanas como Juezas y Jueces para la Democracia o Mujeres Juezas se ven impelidas a salir al paso es que algo no se ha hecho bien. Argumentar las razones propias suele ser más útil que descalificar las contrarias, aunque se tengan razones para ello.
No hay duda de que algunos miembros de la judicatura tienen en relación con los delitos sexuales una incomprensión parecida a la de sectores de la sociedad. Es legítimo criticar las decisiones judiciales. Emanan de un poder del Estado que, como todos, debe estar sometido a la crítica.
Pero hacerlo impugnando los principios garantistas del derecho penal alimenta ideológicamente a la extrema derecha y supone tirarse piedras al propio tejado. La retroactividad de las leyes penales favorables al reo forma parte de una cultura democrática que es un avance de civilización.
El debate público se ha visto muy condicionado porque desde el principio esta Ley se convirtió en una bandera de parte y en una pugna de banderías. Me temo que, además de la defensa de convicciones propias, se está librando una pugna por el control -va más allá de la legitima influencia- del movimiento feminista.
Lo acabamos de comprobar con las dos manifestaciones del 25N en Madrid. También con el gregarismo sectario con el que se defienden las posiciones propias y se descalifican las ajenas. Esta concepción tribal del debate público lleva a que se valore mucho más las respuestas crispadas y agresivas que las serenas. Una actitud que resulta aún más incomprensible y torpe cuando la crispación termina perjudicando a quien se quiere apoyar.
Los efectos colaterales que está provocando este debate son socialmente preocupantes y democráticamente peligrosos. Aunque siempre tenemos la oportunidad de convertirlos en lecciones de las que aprender colectivamente.
Necesitamos hacer pedagogía sobre la importante función de las leyes, también de sus límites. Combatiendo la beata creencia en el poder transformador de las leyes por sí solas. Son importantes para reconocer y proteger derechos, incluso pueden acelerar los procesos de cambio social, pero no prefiguran la sociedad en la que han de ser aplicadas.
Urge abordar una reflexión sobre las políticas más útiles para combatir la violencia sexual en todas sus formas. Comenzando por las educativas que no están cumpliendo su función. Y ahí no se puede dejar sola a la escuela que asiste impotente al impacto de otras influyentes formas de (des)educación.
En este sentido, necesitamos profundizar en la relación que existe entre violencia contra las mujeres y el dogma liberal de la mercantilización de las relaciones sociales. Considerar derecho todo aquello que se puede adquirir en el mercado es una trampa que, bajo la apariencia de libertad -la del mercado- consolida las relaciones de dominación propias del patriarcado. Es una concepción que, como sucede con el populismo punitivo, ha conseguido colonizar la sociedad, incluidos amplios sectores de las izquierdas
Deberíamos cuidar el feminismo. En la medida en que es una ideología y un movimiento portador de valores universales, solo puede ser útil si mantiene su carácter plural y unitario. Nadie debe pretender apropiarse de él. En caso contrario se debilita su fuerza transformadora y se favorece a los negacionistas de los derechos de las mujeres.
Este conflicto también nos envía poderosas lecciones en relación con la crisis de la democracia y de la política. Se hace imprescindible y urgente levantar un amplio rechazo social frente a la crispación, que no es propiamente polarización. Se trata de una estrategia orquestada por la extrema derecha para la destrucción desde dentro de los pilares de la democracia. A la que contribuye su entorno mediático, alimentando y jaleando, cuando no siendo los primeros promotores de la crispación
Por ello resulta imprescindible abordar el papel que juegan los medios de comunicación -tradicionales y redes sociales- sometidos a una doble crisis, de función social y de modelo de negocio. Pero rechazar actuaciones de los profesionales y los medios que actúan como verdadera carcoma de la democracia no debe confundirse con juicios populares que terminan otorgando o negando credenciales de pureza moral.
Para ganar ideológica y políticamente estas batallas resulta imprescindible construir una sociedad abierta y evitar la tentación de encerrarse en espacios compactos que nos ofrecen una sensación de aparente comodidad.
Cualquier proyecto social o político que pretenda ser mayoritario debe huir de la tentación de levantar murallas, sobre todo aquellas que dejan mucha más gente fuera que dentro. Cuando eso sucede las personas que se quedan en el interior de la ciudadela sienten una íntima satisfacción y una profunda seguridad, pero terminan socialmente aisladas. Y con ello se debilita su capacidad de contribuir a la transformación social.
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