Hablar de liderazgo en cualquiera de sus manifestaciones es hoy tendencia. Las mejores Escuelas de Negocio del mundo -entre ellas las que existen en España- disponen de estudios de posgrado en la materia cuya oferta es demandada por hombres y mujeres interesados en adquirir, en potenciar y en entrenar aquellas habilidades que convierten a un profesional con una carrera destacada en alguien reconocible como líder. Así, la disposición para la escucha, la empatía, el talento para lograr que cada una de las personas que conforman un equipo aporte generosamente lo mejor de sí para la consecución de un objetivo son algunas competencias claramente apreciadas en un líder. También resulta imprescindible en un líder acreditar una actitud creativa o emprendedora, cultivar un pensamiento disruptivo y manifestar audacia para afrontar decisiones estratégicas. Un líder de éxito dispone, además, de poder de anticipación a los problemas, resiliencia ante las dificultades, habilidad para manejarse con seguridad en entornos cambiantes, destreza para adoptar decisiones en un tiempo razonable considerando múltiples variables, facultad para gestionar la incertidumbre y, sobre todo, manifiesta una capacidad innata para inspirar. Todos ellos son, sin duda, rasgos que ejemplifican bien el modelo de liderazgo saludable al que debe aspirar quien asume hoy responsabilidades directivas en organizaciones de carácter privado, pero también quienes quieran tomar parte en el gobierno de nuestras instituciones.
No creo equivocarme si afirmo que nadie rechazaría trabajar bajo la dirección de alguien que pueda ser descrito de acuerdo a las citadas características. Imagino, también, que nadie renunciaría a ser gobernado por quien estuviera dispuesto a actuar de conformidad con esas coordenadas. Sin embargo, es muy probable que ni la mayor parte de los directivos de nuestras corporaciones, ni tampoco quienes asumen hoy las máximas responsabilidades en instituciones públicas obtendrían buenos resultados en el caso de poder ser sometidos a un test que permitiera medir en qué medida concurren en él o ella los rasgos, habilidades y virtudes descritas como propias de un liderazgo ejemplar y, por tanto, digno de ser imitado. Más aún, en la actualidad resulta habitual apelar a la falta de liderazgo como una de las causas que nos impiden dar una respuesta más rápida, más eficaz y más satisfactoria a una situación de policrisis -en palabras de Edgar Morin- como la que afronta Europa en el ámbito económico, político, institucional o de valores. De hecho, la prolongación de la crisis en el tiempo nos advierte de los riesgos de su cronificación. Nos alerta también sobre las dificultades que el propio sistema democrático encuentra para ofrecer respuestas a la altura de las necesidades de quienes van perdiendo la esperanza de encontrar márgenes de mejora para su proyecto vital y ya sólo aspiran a que la brecha de la desigualdad no siga apartándolos (más) de aquellos que pueden identificarse como ganadores de la globalización (Charles Murray, Coming Apart. The State of White America 1960-2010, Nueva York, 2012).
De ser válida esta premisa, se entiende fácilmente el papel determinante que la frustración está jugando en cada uno de los procesos electorales o consultas de distinta índole celebradas en Estados europeos y en el que tendrá lugar, próximamente, en Estados Unidos. De hecho, creemos firmemente que, en tanto no se consolide un liderazgo transformativo como el que hemos apuntado al inicio de la reflexión, la figura del anti-líder compite con ventaja en cada proceso electoral convocado. Luce, sin duda, el pseudo-atractivo de quien dice atender a aquellos que atraviesan dificultades, utilizando el maligno potencial que siempre ofrece explotar las miserias, los miedos, los complejos o el odio hacia el otro. Instintos todos ellos que, una vez instalados en la sociedad, hacen inviable un proyecto democrático basada en el entendimiento, el respeto, la solidaridad y la cooperación. Donald Trump representa mejor que nadie un fenómeno que, no siendo ajeno tampoco a las democracias europeas, resulta particularmente inquietante por el impacto que su elección como ‘líder del mundo libre’ podría implicar para el sistema democrático y el orden internacional. Con todo, no es lo referido a las potenciales consecuencias que la elección de alguien como Trump pudiese provocar en las relaciones internacionales lo que nos suscita la atención en este momento, sino más bien la preocupación que nos causa el hecho cierto de que sus majaderías todavía no hayan roto el espejismo que representa una candidatura esperpéntica y bochornosa como la suya. Su (anti)liderazgo decadente, machista y racista ha podido suscitar la oportunidad de rebeldía para muchos electores, atemorizados por las consecuencias que ha provocado en sus vidas una globalización fuera de control.
La pantomima de candidatura de Trump difícilmente admite una prueba de contraste con el paradigma de liderazgo que hemos descrito como imprescindible para poder gobernar con éxito una sociedad compleja en un mundo en profunda transformación. El próximo 8 de noviembre los norteamericanos están llamados a elegir a quien asumirá la presidencia del gobierno de los Estados Unidos. En esta ocasión no es tanto la economía, ni siquiera la ideología lo que podría estar realmente en juego, aunque también. No sería honesto ignorar que estas elecciones van a ser la oportunidad para testar la viabilidad y la fortaleza de dos modelos de liderazgo claramente antagónicos. El resultado que legítimamente se imponga no será neutro y tendrá un impacto en nuestras democracias, cuyas consecuencias nadie parece querer imaginar hoy, pero difícilmente podremos ignorar mañana.