Más que de los límites del humor, habría que hablar de los límites del chistoso. Entre catástrofes y desastres, contra viento y marea, España ha dado toda la vida más chistosos que humoristas. También se le llama el gracioso. Igual que, entre nosotros, al poseedor de un motocarro se le ha considerado un industrial (eso le decía Manuel Alexandre a Cassen en Plácido), a quien cuenta chistes le damos trato de humorista.
A diferencia del chistoso, un humorista no pretende hacer gracia, ni tampoco hacer reír. Por eso Chumy Chúmez era un humorista (y de los grandes), y no un chistoso. Hacer reír era el digno propósito (y siempre conseguido, y de largo) de Gaby, Fofo, Miliki, Fofito y Milikito, con la brillante colaboración del señor Chinarro. Fueron los más queridos en su género, si no los mejores. Pero no es lo mismo un payaso que un humorista. Un humorista se deprime cuando ve que su trabajo despierta carcajadas, ya que no busca provocar la risa, sino el repelús. La risa es para que no duela. Por esta razón, siempre se pide la cabeza del humorista y nunca la del chistoso. No perdonamos que nos sacudan los principios.
Para el humorista, el humor es un lenguaje, no un fin. Con el idioma del humor, el humorista dice cosas tremendas que ponen a su autor al borde del abismo, mucho más aun que a quienes, por ejemplo, leemos sus viñetas. Este es el caso de la francesa Coco, una de las más audaces y agudas dibujantes de prensa de Europa. Su historia es conocida: sobrevivió de forma dramática al atentado yihadista contra la revista satírica Charlie Hebdo, en enero de 2015. Encañonada por los terroristas, Coco fue obligada a pulsar el código electrónico para que se abriera la puerta de la redacción. Esto la hundió en una crisis tremenda, y recibió asistencia profesional. Actualmente, publica todos los días en el diario Libération.
En ningún momento, Coco ha renunciado a su sentido de la realidad, a su sentido humano y radical de la política, de modo que, cada dos por tres, sus viñetas traen de nuevo el escándalo. Recurrentemente, recibe amenazas de muerte o es objeto de acoso y de linchamientos en las redes sociales. No va a ningún sitio sin la compañía de un agente, su guardaespaldas. Una vez me lo presentó. Es un policía tolerante, apasionado de los tebeos, laico y estrictamente republicano. Coco lleva nueve años de su vida seguidos bajo protección, sin desprenderse de ella un solo minuto. Este es el precio que paga una humorista en la Europa de la tolerancia.
Recientemente, Coco ha publicado una viñeta en Libération donde señalaba la desesperada situación de hambruna que sufre la población de Gaza (a causa del plan de exterminio del gobierno de Israel) y, a la vez, cuestionaba el rito del Ramadán. Dicha viñeta la ha puesto de nuevo en la diana. Su periódico y algunos colegas de oficio la han defendido, lo cual también compromete al diario, y a los dibujantes solidarizados, ante posibles agresiones. Un humorista es mucho más importante que un chistoso, porque el humorista está dispuesto a jugarse la vida por su trabajo. En el humorista, su trabajo son sus principios.
Un humorista que cree que todos los ritos religiosos son absurdos no tiene por qué autocensurarse a la hora de plasmarlo. Y, encima, puede que lleve razón, pues, según como se mire, todo en la vida es absurdo. A reprimir a los creadores, y a que estos se repriman a sí mismos, se le dice los límites del humor, pero es un eufemismo para decir límites a la libertad de expresión. Contar chistes, soltar gracietas, dejar caer ocurrencias, no tiene mucho que ver con la libertad de expresión. Quienes protestan porque hoy no pueden contar chistes de gangosos, mariquitas y gitanos, son los mismos que piden la cabeza del humorista cuando este ejerce su libertad de expresión sin rendir cuentas más que a su propia conciencia, a su propio sentido de la cosas. Se sienten censurados porque sus chorradas se han quedado obsoletas, y se mueren de miedo cuando ven que la libertad avanza. Tras la exigencia de tolerancia para sus chistes, se esconde la intención de implantar un determinado concepto de la moral, al tiempo que dicen alzarse contra la imposición de lo políticamente correcto. Convencidos de enfrentarse a la mayoría, solo atacan a los individuos.
Al igual que el poder cancela, no importa si se trata de un mediocre concejal de cultura, o del director de un gran teatro, o de un periódico, o de un programa de televisión o de radio, o de un ministro, también cancela la multitud. Contra la ceguera de las masas, denunciando los linchamientos colectivos, se han rebelado los artistas una y otra vez.
Esto se ve, por ejemplo, en la película Furia, de Fritz Lang. En ella, el personaje que interpreta Spencer Tracy es inculpado erróneamente del secuestro de una niña. Sin embargo, la gente lo da por sentado sin necesidad de un juicio y sin una sola prueba fehaciente. Así, un temor, una sospecha, se convierten en opinión pública. Se forma una bola de nieve, que da lugar a que una multitud descontrolada y enfurecida, prácticamente todo el pueblo, incendie la prisión donde el acusado está retenido a espera de ser conducido ante el juez. Pero el acusado sobrevive a las llamas y, a continuación, se hace pasar por muerto para que sus linchadores sean castigados y llevados a la horca. Al final, persuadido por su novia, se arrepiente, y da la cara.
Hasta que no toman conciencia de su error, cuando ya va a caer sobre ellos todo el peso de la ley, los hombres y mujeres que han habían querido linchar y quemar al sospechoso se tenían a sí mismos por dignos y humildes ciudadanos, que, heridos en sus sentimientos, se limitaban a ejercer su derecho a la crítica. La película, que es de 1936, fue la primera que rodó Fritz Lang en Estados Unidos, donde había llegado huyendo de la Alemania nazi.
Un humorista sospecha de las masas porque, ante todo, respeta a los individuos. Es un creador, pasa muchos ratos solo, y eso le sirve para conocerse como individuo. El humorista no se dirige a la multitud, ni siquiera a la sociedad, sino a cada persona que la compone. Los colectivos son los enemigos de los humoristas, ya que todo colectivo se cree más importante que un mero individuo. Considera que su número vale más que una persona. Pero si no hubiese personas, no habría números. El poder cancela; sin embargo, el deber del poder democrático es garantizar el ejercicio de la libertad.
Solo en Francia, Coco podría continuar su trabajo. Como en todo el mundo, en Francia hay un poder que cancela; pero, no como en todo el mundo, en Francia existe también un poder que protege. Esto es lo que, actualmente, muchos franceses temen perder.
En España tememos perder la libertad de contar chistes de tullidos, mientras acosan en los tribunales a revistas humorísticas como Mongolia (a fuerza de juicios, pretenden arruinar económicamente a esta publicación), o se pide a la gente que deje de ir a una representación teatral porque una actriz ha dicho algo que no le gusta a un grupo de presión (a Carmen Machi se lo hicieron los indepes en Cataluña, pero el Teatre Lliure, donde actuaba, la defendió), o, al contrario, se despidió al dibujante Ferreres de El Periódico de Catalunya por su implacable causticidad independentista.
Preferimos la risa al humor. Es como el final de aquella joya del cine mudo norteamericano, la película Y el mundo marcha, de King Vidor. En inglés, se titulaba The Crowd, la multitud. El título original es más respetuoso con la intención de la película, la traducción al castellano condiciona su final abierto. Este muestra a la pareja protagonista aplaudiendo una función cómica. Están muertos de risa y, a medida que se aleja la cámara, se ve un teatro grandioso lleno de gente que ríe a mandíbula batiente. Al principio de la película, la pareja tenía ilusiones, pero les sobreviene el drama y fracasan. No les queda otra que renunciar a todo lo que han soñado. Solo encuentran la felicidad riendo entre la multitud, integrándose en una hilaridad colectiva. La masa ha impuesto su risa. Pero no tiene maldita la gracia.