Es la lobotomía, estúpidos
Me pido con urgencia un carnet de apátrida. Me pido, mejor dicho, un no carnet de no pátrida ni pútrida de patriotismos. Quiero un vacío existencial en donde la inteligencia pueda expandirse en busca de ideas progresistas y de personas de mentes abiertas que se ayudan unas a otras, que se estiran y se acomplejan -de adaptarse a la complejidad, no de regodearse en los complejos-, quiero un territorio inexistente pero siempre en estado de ampliación, en donde se nos deje en paz a quienes no creemos en patrias ni en cortejos, ni en desfiles ni en declaraciones pomposas, ni en gritos ni en soflamas, ni en himnos, ni en más enemigos que aquellos que atentan contra la libertad de las personas, que nunca es la de las banderas.
Me declaro intolerante contra los enemigos de la inteligencia, que están en toda partes, e indiferente ante los trémolos gloriosos de quienes patrimonializan las naciones, ese odioso invento. Soy partidaria de las ciudades que se hermanan, de los ciudadanos que se reconocen, de los hermanos que no nos da la sangre, sino el aprecio, e incluso en este último caso no soy seguidora del mogollón, sino del esfuerzo de escoger y de la voluntad de amar, no por encima sino por los lados, me quiero respetar en un nivel horizontal en el que nadie se hunda, y en donde los que sobresalen nos ayuden a igualarles.
Aspiro a desterrar de mí y de mis alrededores las bajas pasiones que confunden el gregarismo con el clamor de un pueblo, y que convierten el clamor de un pueblo -con la ley de Lynch, la otra cara de una misma moneda- en una exigencia indiscutible.
Me declaro anti identitaria, o en todo caso elijo la identidad menos asesina, esto es, la más cosmopolita, la que acude en ayuda de quien está en apuros, la que no se ofende por tener que leer a un autor en su lengua original, en vez de en una traducción mediocre, y la que no se enorgullece de ver películas dobladas a su idioma. Pertenezco a una generación que quiso borrar fronteras, y eso estuvo bien, estoy convencida de que estuvo bien, y de que merece la pena que lo mantenga hasta mi último suspiro.
No me gustan los trajes regionales, ni los trajes nacionales, ni los tricornios ni los sombreros de copa, ni las botas militares ni las alpargatas policiales. No me gusta la soberbia de ser muchos, cuando tanto cuesta mantener la dignidad de ser uno.
En el siglo veintiuno, todo esto deberíamos ya saberlo. Más que saberlo, haberlo absorbido por los poros, metabolizándolo. Que el traje se rompa siempre por las mismas costuras constituye un fracaso abismal porque, si algo contiene sustancias cancerosas perjudiciales para la humanidad (con minúscula, la de cada ser humano; con mayúscula, la que se despedaza en guerras), ese algo es el nacionalismo, venga de donde venga.
De modo que me declaro apátrida y me exilio hacia adentro, allá donde no pueda alcanzarme la lobotomía colectiva de los pueblos que siguen comprando burras y vendiendo coces.
Feliz, dulcemente apátrida hasta disolverme en la nada.
Dadme pan con aceite. Aceitunas, vino y miel. No preguntaré origen.