Madrid se ha ido (otra vez)
Desde la noche electoral del 26M de 2019, la Comunidad de Madrid se ha ido construyendo como una suerte de contrapoder al Gobierno de España. El ala dura del PP, con una importante influencia de la FAES, ha querido compensar la pérdida de poder institucional con la activación de una apuesta muy ideologizada y radicalizada en un gobierno simbólica y materialmente importante para el conjunto del Estado. Por un lado se trata de generar conflicto para dificultar la gobernabilidad del país, complicando la activación de reformas estructurales. Son conscientes de que la división de las derechas dificulta el retorno a corto plazo de los azules a la Moncloa. Pero, por otro lado, también se trata de ganar posiciones en la guerra dentro del mismo PP. Frente a un cierto vacío de poder después de la caída de Rajoy, las correlaciones de fuerza aún no son definitivas en esta formación.
La gestión de la segunda ola de la pandemia entra en las coordenadas de construcción de este espacio de oposición. Si bien el colapso de primavera puede achacarse a una cierta inevitabilidad debido al hecho de que se estaba frente a un fenómeno inesperado (combinado con los efectos del achicamiento de lo público a lo largo del tiempo), la manera de afrontar el otoño adquiere otra naturaleza. Las decisiones que se toman son conscientes, hay un margen importante de elección. A sabiendas, no se refuerza la atención primaria y la vigilancia epidemiológica, no se llevan a cabo restricciones de movilidad o de aforos una vez superados determinados umbrales de contagio. En nombre de una concepción extremadamente neoliberal de la libertad, se fía toda la guerra contra la pandemia a los hospitales, con esperables efectos sobre la mortalidad (eso sí, con enorme desigualdad de clase) y la recuperación económica de las mayorías. Y no solo. Se desarrolla una intensa justificación de la insolidaridad de la comunidad frente al resto de territorios: “Madrid es España dentro de España”.
Nada nuevo bajo el sol. Una élite extractiva en plena lucha de clases y de vaciamiento del conjunto del país. En beneficio suyo, de nadie más. Una clase dirigente anclada en una suerte de latifundismo centralista, que ha gozado de privilegios durante los dos últimos siglos, y que ahora se mantiene cabalgando en un neoliberalismo desenfrenado. Quizá más amenazada y por eso más agresiva. Goza de importante penetración en los aparatos estatales. No aporta ni tejido productivo de calidad ni innovación económica, pero se enriquece a partir del manejo de resortes institucionales. Privatización de recursos, socialización de pérdidas: ¿un keynesianismo del 1%? Sin ir más lejos, la lógica de la reducción de impuestos en la CAM favorece la deslocalización de empresas y el empobrecimiento de otros territorios, a la vez que el aumento de desigualdad y degradación de los servicios públicos en el propio. En definitiva, se trata de unas lógicas económico-políticas que se saben protegidas por la no impugnación generalizada del desigual reparto de instituciones, infraestructuras y recursos en el territorio. Lo cuenta muy bien Xavier Domènech en su libro “Un haz de naciones”. Un grupo dominante que, desde el centro, ha ido moldeando el país a su antojo.
Quizá ha llegado el momento de aceptar que el gran peligro para el futuro de España no es Catalunya. Ni Teruel. Hace mucho tiempo que se confunden consecuencias con causas. Lo que realmente pone en duda la viabilidad del Estado son las prácticas reiteradas de sustracción de futuros a unas mayorías territoriales y ciudadanas. Y ahora además nos jugamos obscenamente la vida. Pasqual Maragall dejó escrito en 2003, en pleno apogeo del aznarismo y justo después del tamayazo, un artículo que llevaba por título “Madrid se ha ido”. Este concluía así: “Cuatro años más de deriva como la de los dos últimos y España perdería el norte. Y nunca tan bien dicho”. El president tenía muy buenas intuiciones. No sé si llegamos a tiempo. Pero el reto merece intervenciones valientes y profundas.
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