El maestro Sampedro, aprendiz de la vida
Ha muerto a los 96 años José Luis Sampedro, un viejo sabio de palabras jóvenes que enseñaba algo muy simple pero que tanto nos cuesta aprender: vivir, amar la vida sobre todas las cosas, la vida digna, la vida humana y humanizada, una vida que reúna la humanidad, bienestar y justicia suficientes para ser merecedora de tal nombre.
Ha muerto el maestro que decía que tenemos el deber de vivir, es decir, un deber con la vida, el deber de mejorarla, de levantarnos para levantarla en nuestros brazos, de comprometernos con ella que es comprometernos con nosotros mismos y con las vidas de los que nos rodean porque la vida es nuestra reina y señora.
El tiempo no es oro, decía, el tiempo es vida: el tiempo no es dinero, el tiempo son vivencias, experiencia, sentimientos, ideas, lucha por la vida y movimiento, el movimiento que asusta al poder. La vida que florece, la vida que se impone, la vida que estalla y grita y piensa y siente, asusta al poder que nos prefiere callados, quietos, como muertos.
El poder nos quiere asustados. El poder nos asusta para dominarnos, decía Sampedro. Frente al miedo retorcido que retuerce las palabras y nos retuerce el cuello, él oponía la valiente sencillez y claridad de sus ideas y animaba a una sencilla pero difícil tarea: la libertad de pensamiento. Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión, la democracia, no valen nada, decía. No hacía sino recordarnos a los clásicos, nos recordaba el mandato latino de Horacio que Kant divulgó como lema de la Ilustración: “Atrévete a pensar”. Sapere aude, que decían los latinos.
Y si te atreves a pensar, te atreverás a vivir. Solo el que se atreve a vivir, puede llegar a vivir libre. La vida, el arte de vivir, esa era la materia que enseñaba José Luis Sampedro. Y la primera enseñanza del maestro es que nunca dejamos de ser aprendices. Nunca dejó de ser un aprendiz de sí mismo, según sus propias palabras que eran una invitación más a pensar. Nos invitaba a seguir aprendiendo siempre, a seguir conociéndonos. Estaba recordando a los clásicos de nuevo, en este caso al viejo mandato de los griegos, generalmente atribuido a Sócrates: “Conócete a ti mismo”.
También como Sócrates, Sampedro se había dado cuenta de que solo sabía que no sabía nada, que nunca termina uno de aprender y conocerse a sí mismo. Y por eso, precisamente, es tan apasionante, tan inagotable, tan estimulante vivir, vivir cada día.
Sampedro afirmaba la vida, la apasionante tarea que es vivir, aprender a vivir y demostró, con su vitalidad inagotable, que la vida puede sobre el silencio, la palabra sobre el ruido, el pensamiento sobre la sinrazón, la humanidad sobre la economía. Él era el humanizador de la economía, el economista que quería que los pobres fueran menos pobres frente a los que persiguen que los ricos aumenten su riqueza. Un disidente dentro de ese mundo de números que no entiende de personas.
Sampedro se llamaba a sí mismo disidente. Sampedro era lo que el sistema llama un antisistema, un insubordinado de este mundo insostenible que el crecimiento del mercado ha creado destruyendo otros mundos posibles y más habitables. Muchos a su edad se rinden. Sin embargo, él aún tenía ganas de rebelarse y nos recordó la necesidad de disentir, de desobedecer, de oponernos con justicia a un modelo injusto. Quizá esa fue su última lección, que no nos podemos rendir. Si no se rindió él que tenía casi un siglo y vio todo tipo de tragedias, no podemos los demás. Tenemos, como él decía, el deber de vivir. Tenemos el deber de pensar libremente. Tenemos también el derecho, el derecho que nos niegan quienes deberían garantizar ese derecho.
Pero no se puede negar la vida, como nos enseñó Sampedro. La vida vence. La vida empuja. La vida crea. Otro mundo no solo es posible, es seguro, decía. Quieren hacernos creer que no hay otro, que nos queda otra, pero este mundo va a cambiar porque está agotado, no se sostiene, se muere. Tenemos el deber de intentar que sea un mundo más justo, más humano y más vivible. Esa fue su última voluntad, según ha recordado su mujer: que no le lloremos, que gastemos esas fuerzas combatiendo.