Maixabel

26 de septiembre de 2021 21:34 h

0

Cuando escribo estas líneas, en la mañana del domingo 26 de septiembre, aún no he visto la película Maixabel de Iciar Bollaín. Voy a verla precisamente hoy mismo, por la tarde, en mi pueblo, en Tolosa, donde vivo. El mismo pueblo en que asesinaron a Juan Mari Jauregi el 29 de julio de 2000, en el cine a no más de 200 metros del lugar del asesinato. Y la voy a ver con mis personas más queridas, con las que he compartido muchos momentos de inmenso dolor y rabia.

Pero no voy a hablar de la película. Y no solo porque, como digo, todavía no la he visto, sino porque no entiendo especialmente de cine y porque, como casi siempre ocurre, también en este caso la vida, las personas reales y sus vivencias tienen aún más fuerza y más interés que una película. Y ello, sin restar un ápice de la relevancia que tiene la obra de Bollaín y su enorme valor para aportar un determinado punto de vista para dar a conocer una parte de lo ocurrido y para la siempre todavía necesaria reflexión.

Hemos vivido tiempos muy duros, tan duros que ahora, cuando lo peor ha quedado atrás y podemos reflexionar y echar la vista atrás, casi parece imposible haber pasado por todo esto. Que en las calles de tu pueblo, de cualquier pueblo, se asesinara a personas de toda condición, “incluso” gentes “como tú”, incluso amigas tuyas, y siempre injustamente, esto no sé cómo se supera. Ni siquiera sé si se supera. Aunque parece que sí, o parece que, en general, hacemos “como si”, como también mucha gente vivía entonces casi como si nada ocurriera. Y no es fácil relatar lo ocurrido. Por eso resulta tan útil y tan reconfortante poder conocer o repasar historias vitales como esta. Y por eso resultan imprescindibles trabajos como el de Bollaín.

Maixabel Lasa nunca hizo “como si”, ni antes ni después de perder a su compañero, asesinado por ETA. Maixabel tenía un compromiso político y social personal que compartía con Juan Mari, un compromiso que siguió manteniendo tras aquel maldito día – uno de tantísimos malditos días – del 29 de julio de 2000. Un compromiso que la ha llevado muy lejos al transformar su dolor en una fuerza capaz de cambiar las vidas de varias personas, más incluso de lo que estas habían cambiado la suya al matar a su marido.

No ha sido, sin duda, un proceso fácil. No ha tenido tampoco, sin duda, la comprensión de todo el mundo. Incluso ha sufrido algunos desprecios y desencuentros dolorosos. Pero ha sido su decisión, la decisión de una mujer libre que, como ha referido en varias entrevistas, siempre había considerado que todas las personas merecen una segunda oportunidad. Y ha cumplido con su pensamiento.

Maixabel necesitaba, así lo dice, comprender por qué habían matado a Juan Mari, un hombre honesto, íntegro, luchador y coherente, que trabajó siempre por la libertad y que “incluso” contribuyó, siendo Gobernador Civil de Gipuzkoa, al esclarecimiento de algunos crímenes de los GAL, dejándose la piel y posibilitando que la justicia pudiera acercarse a la verdad, al menos parcialmente. Pero, aunque Juan Mari no hubiera vivido como lo hizo ni hubiera hecho lo que hizo o no hubiera tenido tales oportunidades, incluso así, intuyo que Maixabel habría tenido la misma imperiosa necesidad de saber por qué lo mataron, qué pensaban cuando lo hicieron o qué querían conseguir con ello.

Y esa búsqueda de respuestas a sus preguntas se canalizó a través de esos encuentros con dos de quienes intervinieron en el asesinato. Encuentros en el marco de la llamada “justicia restaurativa”, cuya finalidad principal es reparar realmente el daño causado a la víctima – en estos casos, a las personas más cercanas a la víctima – y también la de ayudar a quienes causaron ese daño y evitar su repetición así como la asunción de sus responsabilidades. Y ello, mediante un diálogo que quienes lo han practicado aseguran que proporciona satisfacción a las víctimas y una visión distinta de sus propias vidas a los victimarios.

Maixabel entró en este camino y participó, varios años después del asesinato de Juan Mari, en encuentros con quienes destrozaron – o pudieron haber destrozado - su vida. Y trató de comprender y comprendió lo incomprensible; comprendió que mataron a su marido sin saber realmente quién era. Y, como madre, les dijo que prefería ser la viuda de Juan Mari que la madre de ellos, pues sin duda no puede haber mayor dolor para una madre que saber que un hijo suyo ha causado semejante mal.

Sin embargo, no hay una única manera de “ser víctima” de un delito tan grave. Sería absurdo y, sobre todo, muy injusto pretenderlo. Cada víctima siente como siente y tiene todo el derecho a reaccionar como quiere o como puede. Ni el camino de Maixabel es el único ni es el camino exigible a ninguna otra víctima. Tampoco, al contrario, puede rechazarse ni menospreciarse la decisión de Maixabel.

No debe nunca entenderse que ninguna víctima tenga una deuda con este país ni pedirse que actúe de una determinada manera para facilitar una convivencia futura. Esto no debe jamás dejarse en manos de las víctimas, y no porque no puedan contribuir de manera muy importante a construir el futuro, que pueden hacerlo, sino porque no se puede descargar en ellas semejante responsabilidad sin que ciudadanía e instituciones asuman sus responsabilidades. No puede exigirse a todas las víctimas de delitos de terrorismo o de otros delitos que den una segunda oportunidad a quienes tanto dolor les han causado o que perdonen. Es más, la sociedad y los poderes públicos han de facilitar a las víctimas poder dejar de serlo y vivir y sentir como lo entiendan.

Y siempre, en todo caso, reconociendo el enorme esfuerzo que las víctimas de cualquier terrorismo y de otros gravísimos delitos cometidos en los aledaños de las instituciones del Estado han realizado, pese a todas las dificultades.

Es posible que, incluso, sea posible un gran “encuentro restaurativo colectivo” que nos permita comprender lo ocurrido y asumir cada cual nuestra responsabilidad. Es más, creo que va a ser imprescindible.

Cantaba Enrique Morente por tientos tangos Mi pena, en la que decía “Mi pena es muy mala porque es una pena que yo no quisiera que se me quitara”. Creo haber comprendido, aunque puedo estar equivocada, que la pena de Maixabel Lasa, pese a ser inmensa, no ha sido una “pena muy mala” porque ella ha luchado por quitársela, sin dejar de recordar a su compañero y la injusticia de su asesinato o, al menos, porque no fuera una pena ni paralizante ni estéril, sino una enorme pena inmensamente movilizadora y generadora de vida, de nueva vida para muchas personas, incluidas, y sobre todo ellas, quienes asesinaron a su querido Juan Mari.