Si Max Weber levantase la cabeza

“Una nación perdona el daño que se hace a sus intereses, pero no el que se hace a su honor y menos que ninguno el que se le infiere con ese clerical vicio de querer tener siempre razón”

Max Weber – La política como vocación

Desde que estalló la crisis económica, y ante la acelerada pérdida de prestigio de los representantes políticos, los partidos y las instituciones, han surgido numerosos análisis sobre las causas de este fenómeno.

Algunos de esos análisis se centran en el papel de los políticos –de la clase política– y la hacen culpable de la situación crítica en que vivimos. Otros análisis se han fijado más en la función de los partidos políticos como organizaciones de selección de (malos) líderes. También se han puesto sobre la mesa otros estudios que, basados en la economía política, conectan el desarrollo socioeconómico con las instituciones y sus mecanismos de funcionamiento.

Coincido más con esta última visión, la que se centra en las instituciones, que con las dos primeras. No creo que los políticos sean una especie de maldición bíblica surgida de la nada para castigarnos, y tampoco creo que los ciertamente mejorables sistemas de selección de líderes y cuadros políticos sean una causa fundamental de esta crisis. Con todo, creo que las tres visiones aportan luz sobre las razones que nos han conducido hasta aquí, y nos muestran tres elementos que tienen su parte de responsabilidad en las dificultades que estamos pasando.

Sin embargo, cuantos más artículos se han publicado y más debates se han generado al respecto, más echo de menos alguna mención al que para mí es otro elemento clave para entender esta crisis: nosotros mismos. Tener en cuenta la actitud de la ciudadanía a lo largo de estos años es fundamental, no para culpabilizarla, sino para que tome conciencia de lo que puede hacer para cambiar las cosas.

Y es que durante los años previos a la crisis, cuando se tomaron algunas decisiones que ahora parecen equivocadas, la opinión de los ciudadanos parecía respaldarlas. Voy a poner algún ejemplo.

Ahora parece que hay una mayoría que quiere recentralizar nuestro modelo de Estado, pero no era así hace 10 años. En 2002, el 61% de los españoles, según el CIS, quería que el Estado gastase menos para que las Comunidades Autónomas gastasen más.

A finales de los 90, cuando muchas de las infraestructuras que ahora vemos sobredimensionadas se estaban diseñando, cerca del 50% de los españoles pensaban que se dedicaban suficientes recursos a obras públicas, y alrededor de un 19% pensaba que eran demasiados pocos. De ahí que a ningún político se le ocurriera pedir que en su pueblo no hubiera una estación del AVE o que en su provincia no hubiera aeropuerto, aunque hayan acabado vacíos. Sabían que si se oponían a la construcción de esas infraestructuras sus opciones de ser elegidos tendían a cero.

Sin embargo, no toda la responsabilidad en esas decisiones se le puede achacar a la voluntad de los votantes. En enero de 1999, recién incorporados al euro, el CIS preguntaba hasta qué punto creían los españoles que tener una moneda única serviría para proteger a la economía española de las crisis económicas internacionales. Un 5,5% decía que mucho, un 35,7% que bastante, y un 19,6% afirmaba que poco o nada. Pero lo sintomático de esta pregunta es que un 38,5%, la mayoría de las respuestas, afirmaba que no sabía qué contestar. Aquí sí falló la misión de los partidos políticos –y en cierta medida de los medios de comunicación– de servir como formadores de la voluntad popular o, al menos, de ser capaces de ofrecer alternativas.

En cualquier caso, el grado de responsabilidad de los ciudadanos, como el de los políticos y el de los partidos, no es el mismo. No tienen la misma responsabilidad en el desarrollo de la burbuja inmobiliaria una familia que se hipoteca para adquirir su primera vivienda, que un promotor inmobiliario que especula con el valor de unos terrenos, o quien hizo la Ley para liberalizar ese suelo. Tampoco puede meterse en el mismo saco al concejal de un pequeño municipio que no cobra por su trabajo en el ayuntamiento, y al consejero de una Comunidad Autónoma imputado por corrupción.

Lo que sí es fundamental es que todos tomemos conciencia de nuestras decisiones como ciudadanos. Los cambios en las preferencias de la ciudadanía no suelen producir un efecto inmediato. Eso obliga a tener presente, a la hora de asignar responsabilidades a los distintos actores políticos e institucionales, que las consecuencias de determinadas decisiones se prolongan en el tiempo y no son fáciles de deshacer. Por tanto, si asumimos nuestras decisiones como ciudadanos, y aceptamos que no siempre tenemos razón y que no siempre la culpa es sólo de los demás, podremos ser plenamente exigentes con nuestros representantes y nuestras instituciones.