Desde hace tiempo duermo fuera de la ciudad un día por semana. El misterio es más bien poco: paso la noche en casa de mis suegros. Ese día salgo a la calle cuando todo es azul y cuando aún tengo cicatrices de sábana en la mejilla. Me pongo el casco, monto la parte trasera de la moto –con un pie en el estribo, siempre imagino el lomo de un mulo– y sigo dormitando agarrada al cinturón del caballero.
El primer escalofrío siempre despeja más que cualquier café. Precisamente gracias a la rasca matutina he podido observar un fenómeno que sí es un misterio para mí: la gente que va en coche a trabajar a la ciudad. He desarrollado una serie de constataciones imprecisas fruto de cuatro años de observación sobre ruedas. Son las que siguen.
Efectivamente, la recuperación económica conlleva un aumento del tráfico rodado. En su momento, asumirlo me dio bastante pena porque había llegado a imaginar que el empobrecimiento de la mayor parte de la población podía tener una consecuencia positiva, como que algunas partes de las grandes ciudades se volvieran salvajes. Un Jumanji, pero para bien: en las fachadas crecería musgo, y entre las tuberías rotas y las alcantarillas brollarían riachuelos. Luego saldrían hongos y flores. En mi imaginación, la contaminación podía neutralizarse gracias al clima pantanoso de algunos rincones abandonados de la ciudad, y en un futuro, los ciudadanos avanzados protegerían estos espacios como ecosistemas.
Pero en mi ruta hasta el centro de Barcelona los atascos no solo fueron a más, sino que empezaron a rozar el absurdo. Los automóviles avanzaban cuatro o cinco metros, intermitentemente, durante la mayor parte del trayecto. Un día malo y en hora punta, una ruta de 13,6 kilómetros hasta el lugar de trabajo podía llegar a durar una hora –45 minutos de media–. En este caso, el doble que en transporte público. Así que empezamos a avanzar entre hileras de coches cada vez más parados y humeantes que me parecían lentas manadas de búfalos atontados.
Cada vez sentía más curiosidad por las vidas de los conductores, por saber qué les motivaba a aceptar semejante tortura. Empecé a espiarlos desde mi posición de paquete.
La mayoría de los conductores son solitarios: utilizan el coche privado y miran al frente impasibles o casi hipnotizados. Algunos llevan gafas de sol, como evitando identificados, o fuman un cigarro, como intentando no pensar en sus propios actos. Otros miran el móvil para disimular. Como se puede comprobar, empecé a percibirlos como villanos: “¿Es que no están al tanto de las primeras alertas por contaminación ni de las muertes prematuras?”, “este de transportista no tiene nada”, “¿acaso creen que dentro de su coche su aire es más puro?”, “no puede haber tantos negacionistas del cambio climático”.
Bajaba mi visera de golpe, indignada con el comportamiento colectivo, absolviéndome de mi propia humareda. Me cabreé, me obsesioné. La actitud de los conductores urbanos no solo me parecía reprochable, sino incomprensible: no entendía por qué tantas personas prefieren avanzar en triste procesión hasta el puesto de trabajo mientras de sus tubos de escape gotean monedas de euro. Y encima, después de semejante tortura, les cobran un dineral por aparcar en parkings subterráneos.
Pero si algo he aprendido de la victoria de Donald Trump es que uno no puede rechazar al enemigo sin más, sin intentar comprender sus razones, porque después el humo te ahoga y no sabes de dónde sale. Así que me puse a investigar. Para sacar a la gente de los coches, primero hay que comprender por qué quieren entrar en ellos.
Descubrí que con el transporte ocurre lo mismo que con el consumo en general: los seres humanos no nos caracterizamos precisamente por la toma de decisiones racionales.
Tras un estudio publicado en Transport Policy en 2013, un grupo de investigadores italianos acuñó el concepto car effect (efecto coche) para explicar el curioso apego de los humanos con los automóviles. Su experimento demostró que en vez de considerar todas las opciones de transporte y elegir la más rápida y barata, la gente prefiere conducir. Y punto.
Su experimento se basaba en un juego de toma de decisiones. Los participantes debían invertir unas fichas en viajar, y tenían que elegir entre ir coche o en metro. Antes, debían calcular el coste del viaje teniendo en cuenta los factores precio y tiempo. La gracia del juego era que el coste del billete del metro era siempre el mismo, pero el coste de viajar en coche variaba en función del clima, la congestión, los accidentes, el precio de la gasolina o unas obras en la carretera. La prueba penalizaba las decisiones con menos rendimiento, es decir, las menos racionales.
Tras 50 rondas en las que se cambió el metro por el autobús, los investigadores esperaban que los humanos aprendiesen del error y fueran en busca de la zanahoria –el premio–, pero no fue así. Los humanos invirtieron sus fichas con el coche sin arrepentimiento, y terminaron la prueba como hamsters electrocutados. No solo prefirieron el vehículo privado cuando de promedio era un 50% más caro, sino que incluso en un marco teórico –es decir, sin necesidad de entrar realmente en un vagón de metro–, los muy tercos prefirieron ponerse a volante.
Sorprendidos por los resultados, los científicos italianos señalaron que su experimento ofrecía información valiosa a las autoridades que tratan de desincentivar el uso del coche: la lógica, las evidencias, no son lo más importante aquí. Serán necesarios más incentivos de los previstos.
Tras leer las conclusiones de este estudio me acordé de mi hermano, tres años menor que yo. De niño, jugaba “a aparcar” un pesado carromato a pedales. Podía entretenerse durante horas. Mi hermano sólo pedía coches como regalo. Fue de esos chicos que empiezan a hacer prácticas del carné de conducir antes de cumplir los dieciocho. Tenía, además otra filia curiosa: cuando éramos pequeños, en varias ocasiones me contó en sus planes de construcción de una vivienda en el lavabo pequeño de casa. Soñaba con un refugio diminuto, un nido protector de menos de un metro cuadrado, un útero quizá.
Aunque nunca relacioné su pasión por los coches con su tendencia a ovillarse en espacios pequeños, la profesora de planificación ambiental Jennifer Kent, de la Universidad Macquaire, sí lo hizo.
En 2014, Kent realizó un estudio cualitativo en Australia, un país donde cada ciudadano tiene 1,54 coches de media y donde el 56% de los trayectos urbanos se realizan con vehículo privado (fuera de la ciudad alcanzan el 74%). Según la experta, los australianos saben que existen alternativas, conocen el impacto ambiental y en su salud, notan la presión política y cultural para el cambio de hábitos, pero no parecen dispuestos a soltar el coche. Simplemente, les gusta conducir.
La velocidad comparativa, el estatus, la autonomía y lo prácticos que resultan para la carga y descarga de los niños y de la compra son algunos de los principales valores asociados al coche privado, pero Kent apunta a una razón emocional.
A los participantes en su estudio les gusta escuchar la radio, hacer llamadas telefónicas con intimidad, llorar a solas con su ridícula canción favorita. Aprecian estar solos ese rato, en un asiento cómodo y en un ambiente cerrado. Se sienten protegidos del exterior. Están aislados del ruido y de los demás.
Kent sostiene que en unas ciudades cada vez más pobladas, en la que estamos siempre obligados a compartir espacios, un habitáculo móvil que ofrece confort y privacidad puede volver a cotizar al alza.
Paradójicamente, uno de los mayores símbolos del capitalismo, el individualismo y la industrialización puede convertirse en un lugar que nos devuelve la intimidad perdida, la calma y la pausa.
Un coche puede ser un capullo, una burbuja, un lavabo pequeño. Y un vagón de metro –o un túnel con hordas de gente adelantándose a toda prisa–, puede representar una experiencia angustiosa.
Más allá de las consecuencias alarmantes de la polución ambiental, quizá deberíamos pensar en algo parecido a la polución social. Puede que el cambio climático y sus efectos devastadores estén socavando también en el paisaje interior de los habitantes de las ciudades.