¡Qué más quisiera que tuviéramos radicales entre nosotros! El problema es que casi todo el mundo se queda a medias. Por eso, cuando hablan de que unos u otros son radicales, no puedo por menos que sentir lo mal que se utiliza esa palabra -otra sometida a usos que la prostituyen- y, a la vez, acordarme siempre de aquella declaración de Marx en su Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel: “ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz para el hombre es el hombre mismo”. ¡Vayamos, pues, a la raíz de los problemas en lugar de andar tanto por las ramas! Por columpiarnos, el batacazo puede ser enorme.
La situación que encontramos al hilo de las descalificaciones cruzadas que muchos protagonistas políticos se hacen utilizando la palabra “radical” es, a poco que se piense, sorprendente. Quien más y quien menos llama radical al adversario, pero todos parecen rechazar ese epíteto. La verdad es que se ha recurrido a él cuando la palabra “populismo” ha sufrido tal desgaste en poco tiempo que deja de servir como término para la estigmatización política del adversario. No sólo le ha afectado el mucho circular de boca en boca hasta perder los contornos semánticos que permitían jugar con su significado; además de verse como moneda con difuso relieve, resulta que los que se acusaban de ser populistas no pueden negar que, efectivamente y cada cual a su manera, lo sean. Así, el temor a verse descritos por un término que, lanzado como arma arrojadiza, vuelve sobre cada cual como bumerán insoslayable, ha hecho que pierda eficacia en la diatriba entre dirigentes políticos o en las intervenciones de tertulianos mediáticos. Es por eso que se empezó a echar mano de la palabra “radical”, con amplia tradición de concepto multiuso, para seguir con la ronda de las descalificaciones. Para ello se parte del supuesto de que en verdad todo el mundo descodifica los mensajes entendiendo radical como sinónimo de extremista.
Desde el PP se acusa al PSOE de radical echándole en cara que se ponga en manos de los extremistas de Podemos, con lo que comparte su condición; y, de manera inversa, desde el campo socialista se tacha al PP de radical de derechas, puesto que alberga además en su seno a verdaderos extremismos que van desde las nostalgias franquistas a los prejuicios xenófobos. Extremistas, pues, pero lo cierto es que nadie es radical en el genuino sentido de la palabra. De suyo, el líder del partido Ciudadanos se presenta desvelando con desparpajo los trucos del juego, diciendo que ocupa el indiscutible centro entre el extremo del Partido Popular, por un lado, y el extremo del Partido Socialista, por otro. Lo que revela la posición de Ciudadanos, objeto del deseo de los otros ya mencionados en cuanto a pactar con él, es que esa retórica de quienes se descalifican recíprocamente como radicales para decirse extremistas lleva consigo la pretensión de situarse en la mitificada centralidad. Ésta, en el caso de otros partidos de aparición reciente, como Podemos, tiene su equivalente funcional en la transversalidad, predicada de aquéllos que se ven políticamente ubicados en posiciones alejadas del centro. No obstante, tampoco dicha transversalidad, esgrimida para neutralizar la fácil etiqueta de extremistas que en su caso reciben, es asimilable a radicalidad.
Si aquí, en verdad, no hay radicales, y debiera haberlos, ¿por dónde tendría que ir ese radicalismo en cada caso para que la política española no fuera un pantanal de medianías y mediocridades? Puestos a imaginar, se puede hacer pensando lo que sería un PP siendo radical a la hora de combatir la corrupción, esa que tanto le corroe internamente y que no ha sido capaz de afrontar de lleno, sino siempre, a lo sumo, poniéndose de perfil. Igualmente, yendo a otro campo sensible, cabe especular con lo que sería un PP trabajando de verdad por esa unidad de España que con tanto ahínco dice defender. Si así fuera, en vez de quedarse siempre en el populismo de su nacionalismo españolista, estaría abriéndose a una reforma constitucional en serio para reganar la unidad del Estado con un planteamiento federalista. Pero parece que no, que tras mucha verborrea patriotera no hay voluntad de atacar de raíz la crisis institucional del Estado.
Deteniéndonos en las conocidas zonas tibias del PSOE, ¡cuánta radicalidad echamos en falta! En la misma propuesta federalista de la que hace gala, ¿por qué el Partido Socialista no asume hasta el fondo la solución federal que necesita un Estado con las insoslayables realidades nacionales -en plural- que se dan en su seno? ¿Por qué los socialistas de Cataluña, en vez de convencer a los del resto de España de la conveniencia de una consulta legal para el ejercicio del derecho a decidir, cuya defensa no fue una frivolidad, resulta que recorren el camino inverso, restando credibilidad a una propuesta federal capaz de hacer frente al independentismo? Si vamos por otros derroteros descubrimos igualmente muchos campos donde se atasca una socialdemocracia venida a menos. Falta radicalidad para afrontar coherentemente lo que por muchos se ha reconocido como un error: la cuña neoliberal que, por presiones externas, se introdujo en el artículo 135 de la Constitución. O citando otra cuestión donde el quedarse a medias brilla sin ningún esplendor: habría que ir a la raíz de lo que se está cociendo con el Tratado de libre comercio entre UE y EEUU. En Europa hay que ser radicales defendiendo derechos de los ciudadanos y hasta la dignidad de los Estados.
Otros podrían dejarse también de medias tintas, que a estas alturas difuminan peligrosamente su texto, como ocurre al eludir una clara autodefinición política tras el parapeto del “arriba y abajo” de la realidad social o al quedarse a medio camino, incluso invocando derecho a decidir o plurinacionalidad, pero sin precisar si están o no por una reforma federal del Estado. Hablamos de Podemos, que igualmente, como partido nuevo, podía haber sido más radicalmente democrático en sus procesos electorales internos. Y, por otra parte, ¿no sobra mucha retórica y falta análisis cuando se habla de “unidad popular”? Las izquierdas han de ser radicales también trabajando su pluralidad sin componentes mesiánicos y sin ensoñaciones de falsa hegemonía.
Hasta por los territorios soberanistas e independentistas, tan efervescentes ante la convocatoria de elecciones en Cataluña, bien vendría una muy clara asunción de radicalidad democrática, y ello por las mismas posiciones que se quieren defender y para las que se reclama una suerte de refrendo plebiscitario. La lógica del nacionalismo se juega su legitimidad en tanto se acompase con la lógica de la democracia. Por tanto, la radicalización de la democracia tanto debe plantearse hacia fuera como hacia dentro de una comunidad nacional que no debe dejar de ser inclusiva.
Ojalá, pues, en medio de tantas polémicas abocadas a lo que parece una Babel doméstica, fuéramos más radicales. Vayamos a la raíz de los problemas, antes de que se pudra y quede bloqueado el camino de las soluciones. “Radical”, ¡qué bella palabra!