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¿Está el neoliberalismo intelectualmente agotado?

¿Qué es el neoliberalismo, la teoría económica que defiende el libre mercado?

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Estos últimos meses hemos podido escuchar en numerosos discursos políticos y mitineros una frase repetida muchas veces, con distintas variaciones, particularmente por parte de Yolanda Díaz u otros políticos del llamado “espacio del cambio”: aquella según la cual “el neoliberalismo ha fracasado intelectualmente, pero tenemos que derrotarlo políticamente”, o “el dogma neoliberal está intelectualmente agotado, pero ahora tenemos la tarea urgente de aislarlo social y políticamente”, o “el modelo neoliberal ha fracasado”. Es fácil preguntarse, al oírlo, dos cosas: ¿lo está? Y, si es cierto ese agotamiento o fracaso, ¿de qué sirve enunciarlo o qué es lo que transmite?

La aseveración del “fracaso” del neoliberalismo como modelo parte de un presupuesto a mi parecer equívoco: aquel según el cual la intención de ese neoliberalismo sería benévola y su aplicación, por lo tanto, ineficaz, al no haber logrado una supuesta intención de mejorar la vida de la gente mediante la desregulación de los mercados, el desmantelamiento, las teorías trickle-down. Pero el neoliberalismo no es tanto la desaparición del Estado como la puesta del Estado al servicio de unos pocos, y sus efectos están perfectamente ajustados a sus fines: del neoliberalismo se ha beneficiado quien de él se tenía que beneficiar. Su modelo, en realidad, se ha ungido victorioso; lo que sucede es que nuestros criterios no son los mismos que los suyos.

En lo que tenemos que evitar creer es en una excesiva racionalización de la política. Una visión racionalista concibe el éxito o fracaso de las propuestas políticas según su pretendido ajuste a cierta visión de la razón o de la gestión racional. Pero esta visión, fría, lo que vendría es a contraponer modelos teóricos como si estos pudieran vencer los unos a los otros. El neoliberalismo es eficiente para unos fines muy concretos, pero eso no significa que sea eficiente —y esa eficiencia es un criterio, también, de la ideología neoliberal que nos envuelve— en todos los ámbitos, que marque todas las casillas. Y lo que establece diferencias entre ideologías o modelos es también el punto de partida moral y afectivo a partir del cual escogemos los criterios, las personas o las vidas que nos importan: si sólo las de unos pocos o las de la mayoría.

Leía a mi amigo Pablo Caldera comentar que lo que enunciados así traducen es una suerte de anticapitalismo pasivo, un anticapitalismo débil. La realidad es que el discurso sobre ese fracaso, al menos en la forma hoy empleada, no es un discurso que me parezca demasiado útil, y la crítica de Caldera me hizo reflexionar: de fondo, lo que late cuando alguien pronuncia que “el neoliberalismo está intelectualmente agotado” es un recordatorio mucho más complicado, una verdad difícil de encajar. La derrota “intelectual” del neoliberalismo es su victoria afectiva. Son las políticas del neoliberalismo las que han estructurado nuestra forma de ser, de existir, de sentir, de concebir el mundo, de desear, de ambicionar otras cosas o de imaginar incluso la participación política. Es la mutación neoliberal del sujeto liberal moderno la que nos lleva al punto en el que estamos. De poco importa que los mercados desautoricen los excesos de Liz Truss —y se impongan, de paso, sobre la soberanía de un gobierno—: nuestro software sigue siendo neoliberal. Y en las secuelas de su victoria —casi arrasadora— vivimos: victorias de Reagan y Thatcher, pero con ecos en el tournant de la rigueur de socialdemócratas como Mitterand o en el felipismo.

Una de las tesis que más me interesaron de Realismo capitalista, la obra capital de Mark Fisher, se resumía en lo siguiente: “Si el neoliberalismo triunfó incorporando los deseos de la clase trabajadora posterior al mayo del 68, una nueva izquierda podría empezar edificando sobre los deseos que el neoliberalismo ha generado, pero que ha sido incapaz de satisfacer”. La reducción de la burocracia, la salud mental, otra relación con los recursos. Pero la realidad era asumida: los deseos neoliberales son hoy los nuestros. ¿No sería más eficaz responder a esos deseos, encauzarlos en otra dirección, dar con las teclas que sí nos muevan; robárselos a las ilusiones del neoliberalismo, desbrozar su falsa libertad? ¿No perdura más agotamiento en nuestra imaginación que en los presupuestos intelectuales del neoliberalismo, perfectamente eficaces para sus fines?

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