“Es difícil ser rey cuando los dioses están cambiando”
Creo que la primera vez que Juan Carlos I se quedó con nosotros, al menos descaradamente, fue cuando aplaudió en una de sus frases más famosas la “profesionalidad” de la Reina. Cuando le hizo aquellas confesiones a Villalonga, repletas de coña marinera puesto que ya entonces la paciencia de la consorte había sido puesta a prueba reiteradamente, añadió: “Se toma su oficio muy en serio. Doña Sofia nunca olvida que es la Reina”. Nada dijo de él, así que es posible colegir que no estuviera en condiciones de predicar lo mismo sobre su real persona o, al menos, deducir que él sí se concedía vacaciones de un “oficio” que no se tomaba tan en serio como ella. Ahora sabemos con certeza que así era.
Estas palabras, entonces aplaudidas y repetidas, ya dejaban asomar la curiosa e inverosímil idea de que la jefatura del Estado monárquica es una especie de oficio o profesión, hereditaria como ninguna otra, y que se ejerce o no se ejerce en horario y tiempo concreto y de la que uno se pide la baja o se ausenta unos días o se jubila. Así ha sido finalmente. Una profesión es otra cosa que se aleja de encarnar el poder. Una profesión es “empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y por el que percibe una retribución”. Un Rey no recibe una retribución por su trabajo sino que la Casa Real recibe una asignación de los presupuestos generales que él distribuye. Ser Rey no es una profesión u oficio. No hay forma de acceder a él si no es por nacimiento o matrimonio. A ningún oficio o profesión se llega así.
Uno es rey a tiempo completo, le guste a la reina consorte actual o no. No se puede encarnar la jefatura del Estado y a ratos convertirse en un pequeño burgués que vaga por el mundo y se comporta sin supervisión. Eso es lo que el Emérito hacía y pretendía: su bragueta, sus finanzas y sus paseos por el globo eran cosas privadas, cosas al margen, cosas de cuando no ejercía el oficio.
Tampoco un ministro es ministro a tiempo parcial. Un miembro del Primer Poder lo encarna mientras lo ostenta y, por tanto, no puede hacer declaraciones “a título personal”. A Alberto Garzón nadie le ha entrevistado en The Guardian porque sea un chico muy majo con el que da gusto hablar, aunque lo es. A Garzón lo han entrevistado porque es ministro del Gobierno del Reino de España y él ha contestado en esa condición. Sonroja oír a los que comparten con él ese órgano colegiado que es el Consejo de Ministros cuando afirman que hizo sus polémicas declaraciones “a título personal”. No hay título personal mientras llevas la cartera. No hay casi ni título íntimo. Pregúntenle a Cifuentes por las cremas o a Clinton por las becarias. Garzón ha pecado por dos cosas: una por olvidar que un ministro de España no puede perjudicar a ningún nivel a su país en el extranjero y dos, por ser un ingenuo y no darse cuenta de que ese traspiés era una cagada política y comunicativa y que la iba a pagar. He repasado el discurso. Uno puede estar de acuerdo con la cuestión de las ganadería intensiva —aunque desde la izquierda conviene preguntarse si la democratización de la carne no ha tenido consecuencias también buenas o si hay que volver a que algunas clases solo caten el pollo o el filete en Navidad— y aun así es un error garrafal haber introducido las palabras “peor calidad” y “exportación”. Un ministro tiene que ser capaz de explicar la postura —¿del Gobierno o del partido?— sin introducir elementos que puedan inflamar a sectores concretos, perjudicar las exportaciones o, simplemente, darle bazas tontamente a los adversarios políticos. Entrenarse en eso es un deber.
Lo mismo que el poder no se ejerce a tiempo parcial -tampoco los diputados, aunque los liberales se hayan empeñado en hacerlos pasar poco más o menos que por empleadillos del pueblo- tampoco la Justicia se ejerce a golpe de opinión pública. Me resulta bastante estremecedor que en un Estado de Derecho se piense que se pueden imponer castigos o retirarlos en función de lo que diga la masa a través de encuestas. Ningún ciudadano —ni el porquero ni el Rey— puede ser castigado, represaliado, desterrado, privado de ninguno de sus derechos, sin ser sometido a la aplicación de la ley en un tribunal. Insisto, tampoco el Rey ni aunque sea Emérito.
Es muy curioso cómo se ha hecho recaer la fuerza del discurso en una apelación al linchamiento social —¿puede venir?, ¿no viene?, ¿pide perdón?, ¿le quitamos el título?— para que nadie se pregunta por qué no se le juzga, por qué se está llevando a cabo una anómala acción por parte de la Fiscalía para evitar judicializar el caso y por qué damos por sentado que del resultado de esas pesquisas —jamás tan largas en la historia de las diligencias de investigación de una Fiscalía que no instruye y que es discutible que se ajusten a la norma— vendrá el fin de las posibles acciones jurídicas contra Juan Carlos de Borbón y Borbón. Leía ayer la encuesta de Sigma-2 y me daba el apechusque: ¿desde cuándo se decide por asamblea si un ciudadano con pasaporte diplomático español sobre el que no pesa condena ni orden judicial alguna puede ir y venir de su país cuando guste? Lo cierto es que así ha sido: las decisiones que quien sea que no es la Justicia toma sobre esta persona —su hijo y el Gobierno— están directamente relacionadas con lo que sentencie la opinión pública.
Los únicos reyes a tiempo parcial son los que llegan esta noche. Fueron elegidos por un cometa y por la ilusión para ejercer la benéfica misión de recordarnos, solamente una vez al año, que todos fuimos niños.