La peor versión del PP
Aún se hacen cábalas en la calle Génova sobre quién fue la mente brillante que convenció a Alberto Núñez Feijóo para que convocase una manifestación –lo llaman “acto abierto”– dos días antes de someterse a su debate de investidura en el Congreso de los Diputados. La perplejidad es absoluta. Dentro y fuera del partido.
Después de los bandazos del verano sobre si había negociado con Junts o no, sobre si había que buscar un “encaje para Catalunya” y otras guindas similares que inflamaron al sector más ultra del partido, llega ahora el anuncio de una manifestación que dicen que no es exactamente una manifestación y a la que no están invitados el resto de partidos, pero podrán asistir todos los que quieran, incluidos los seguidores de Vox, que serán sin duda los primeros en plantarse en la madrileña plaza de España. No podía elegirse otro lugar, no sólo para evitar alusiones a la tristemente célebre foto de Colón que llevó al PP a sus peores resultados electorales en democracia, sino porque teniendo en cuenta que lo que peligra es España, su integridad y su Constitución, qué mejor que clamar en la plaza que lleva su nombre.
España les pertenece por derecho, igual que el Poder Judicial, la monarquía y otras instituciones de un Estado en el que no caben quienes piensan diferente a ellos. Antes del 1-O, había dudas sobre quién se desconectó primero: si España de Catalunya con un gobierno de derechas que practicó como nunca la confrontación entre territorios o Catalunya de España con la DUI.
Hoy el PP vuelve a la peor versión de sí mismo, a la de finales de 2004 cuando Zapatero ganó las elecciones generales, a pesar de que el PP creía que la victoria sería suya. No habían pasado ni seis meses de legislatura cuando se impuso desde Génova con Rajoy, pero con Eduardo Zaplana y Ángel Acebes de maestros de ceremonia, una estrategia de desestabilización contra un Gobierno legítimo y construida sobre el debate de la reforma del Estatut de Catalunya. Manifestaciones cada fin de semana, mesas por todo el país para recoger firmas, entrevistas en radio, televisión y prensa para alertar de la destrucción de España y hasta un boicot a los productos catalanes. Todo en un marco en el que se denunciaba una supuesta demolición del armazón constitucional delineado concertadamente por Zapatero, el independentismo catalán y la mismísima ETA.
La hoja de ruta la dictaban los principales referentes mediáticos de la derecha, a los que Aznar no dejaba de susurrar al oído tras haber sido castigado por los españoles por sus mentiras sobre los atentados del 11M. Entonces, había un diario nacional que por la mañana publicaba con gran alarde tipográfico las preguntas parlamentarias que debía hacer el PP en el Congreso y, por la tarde, un solícito Eduardo Zaplana, entonces portavoz parlamentario, las registraba. El mismo periódico llamaba a la rebelión cívica y los populares salían a la calle a manifestarse.
Hoy no es el Estatut, sino una hipotética ley de amnistía, de la que ni se conocen sus términos ni sabemos de su alcance, pero ellos ya han decidido que es inconstitucional, que rompe España y que hay que rebelarse contra un gobierno que todavía no existe. Y hoy no es un diario, sino varios, los que calientan la protesta, si bien el primero en llamar a la rebelión es el mismo de antaño. Busquen, lean y encontrarán quién fue el autor intelectual de la manifestación del 24 de septiembre como lo fue en aquellos años del gobierno Zapatero. Primero él, luego Aznar y ahora Feijóo sigue la estela.
El resultado de lo que pasó entre 2004-2008 fue nefasto y no sólo en términos de convivencia social. A pesar de la inflamación y de las protestas, el PP volvió a perder estrepitosamente las elecciones, sus dirigentes reconocieron haberse equivocado en la estrategia y Rajoy fulminó a Zaplana y a Acebes.
Ahora, como entonces, no es España lo que les importa porque en ningún momento han reflexionado sobre la necesidad del independentismo más irredento por regresar a la vida política ni sobre la posibilidad de que busquen exactamente eso, a sabiendas de que no hay otra salida y muy conscientes de que la unilateralidad a unos les llevó a la cárcel y a otros los relegó al ostracismo.
Las derechas prefieren, no ya especular, sino azuzar a la calle sobre la base de una mera especulación y de conversaciones que no conocen en lugar de admitir que, ahora sí, hay espacio para un acuerdo, histórico o no, que garantice una cohabitación pacífica entre territorios y que comprometa también al independentismo. Y, luego ya, sí se pueden expresar todas las dudas que se consideren oportunas sobre una hipotética amnistía y las exigencias necesarias para concederla. Lo demás son ganas de persistir en errores del pasado y de buscar en la calle lo que no lograron en las urnas. ¿Acaso después del 24, Feijóo dirá que España ha dicho en la plaza de España lo que no dijo el 23-J? Sería tanto como negar la legitimidad de un proceso electoral y de la democracia parlamentaria.
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