Plácido Domingo, la presunción de inocencia y el periodismo
Plácido Domingo anunció hace unos días que dimite como director general de la Ópera de Los Ángeles. “Mientras continúo mi trabajo para limpiar mi nombre, he decidido que es en el mejor interés de LA Opera que dimita como su director general y que deje mis actuaciones futuras”, decía en comunicado. Con limpiar su nombre se refiere a combatir los testimonios de numerosas mujeres que le han acusado de acoso sexual, proposiciones incómodas y comportamientos inadecuados en una investigación llevada a cabo por la agencia Associated Press.
El caso de Plácido Domingo ha vuelto a despertar el tipo de comentarios que hemos escuchado con frecuencia desde que el trabajo de las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey desenmascarara como un depredador sexual al poderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein. Son los comentarios, las dudas, de personas que se preguntan qué pasará si estas personas resultan ser inocentes o si la justicia no las considera finalmente culpables. “¿Cómo se conjuga esto con la presunción de inocencia?”, “¿No les estaremos jodiendo [sic] la vida?”.
La primera apreciación debería ser que estos testimonios no han aparecido aquí y allá, como por arte de magia, sino que son el resultado de arduas y profundas investigaciones llevadas a cabo por periodistas. Estas investigaciones no solo han logrado contactar y recopilar testimonios de decenas de mujeres que repiten el mismo patrón de comportamiento sobre el mismo hombre, sino que también han comprobado los hechos con otro tipo de testigos. En el caso de Plácido Domingo, son ya 20 mujeres las que lo acusan, cuyas historias se remontan a los años 80.
Son legítimas las preguntas sobre la presunción de inocencia y el papel del periodismo, lo curioso es por qué tienden a surgir siempre ante los mismos casos, mientras que no aparecen, o desde luego no con la misma intensidad o preocupación, ante otros.
Los medios de comunicación publican casi a diario trabajos de investigación en los que desvelan tramas de corrupción, enchufismos, tejemanejes empresariales. En todas esas piezas aparecen personas con nombres y apellidos cuyas vidas, claro, también pueden verse afectadas por el trabajo periodístico mucho antes de que la justicia se pronuncie al respecto. La clave es que ese trabajo esté hecho con rigor y profundidad, no responda a intereses espurios y no se publique hasta que quien está detrás esté convencido de su veracidad.
Por otro lado, da la impresión de que la sociedad aún no es consciente de lo difícil que es para las mujeres ser creídas y del poderoso efecto que tiene ese descrédito casi automático en que muchas, la mayoría, permanezcan aún en silencio. Si sabes que vas a tener que luchar para que te crean, si sabes que te juegas tu reputación y tu trabajo y que caerán sobre ti todo tipo de acusaciones, insultos y hasta amenazas, para qué denunciar.
Estos días se cumplía un año de que la profesora universitaria Christine Blasey Ford declaraba en el Congreso de EEUU cómo fue atacada sexualmente en su adolescencia por Brett Kavanaugh. Hoy en día, Kavanaugh es miembro vitalicio del Tribunal Supremo y Blasey Ford ha recibido amenazas de muerte, ha tenido que mudarse de casa cuatro veces y no ha podido volver a dar clase en la Universidad.
Los periodistas no nos cansamos de repetir que buena parte de nuestro trabajo consiste en controlar al poder. Quizá es hora de que extendamos esa noción de poder para referirnos, no solo al institucional, sino al que tantos hombres han ejercido en los espacios privados auspiciados por un sistema que les aseguraba complicidades y silencios.