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Podemos y Ciudadanos desde la mirada de la lengua

El Yes, we can, el famoso eslogan de campaña de Barack Obama no es original, su fuente es el reclamo ‘Sí, se puede’, un reclamo que utilizó, en español, el dirigente latino César Chávez, activista de un sindicato de trabajadores rurales en Arizona durante los años setenta. El origen de la expresión lo cuenta José Ignacio Torreblanca en su excelente ensayo Asaltar los cielos (Debate, 2015) al cual nos referiremos en otro momento. Ahora viene a cuento esta cita porque el escritor Luis Magrinyà acaba de publicar también un libro de lectura necesaria, Estilo rico, estilo pobre (Debate, 2015), en el que se detiene en el uso escrito del lenguaje e iluminay señala aquellas intervenciones en los textos que, por abundancia innecesaria –el estilo rico– o por ausencia de capacidad léxica –el pobre– escapan a la propuesta que él sugiere: un estilo neutro, transparente, en el que la escritura no se note y fluya el sentido de lo que se está contando sin cargas, ausencias, tropiezos y –lo que ocurre con excesiva frecuencia tal como demuestra el ensayo–, sin atropellos. La excusa de la publicación de su libro, que en buena parte se publicó en este diario a través de Diario Kafka y en un blog del periódico El País, nos lleva a reflexionar sobre el nombre que adoptan los partidos políticos y la nueva tendencia que hay hoy en España, entre los emergentes, de huir de las fórmulas tradicionales. Y, como no puede ser de otro modo, lo primero que surge en la charla es Podemos.

El origen se remonta al ¡Sí, se puede! que identificó al movimiento 15-M y que la agrupación de Pablo Iglesias lo transforma en Podemos, y aunque Íñigo Errejón lo defiende y define por funcionar como una suerte de acrónimo de poder y democracia, contiene además el mismo elemento que incluye el Yes, we can en su desplazamiento desde el Sí, se puede: nos añade a nosotros, la pertenencia (Sí, “nosotros”, podemos), al igual que sucede con Podemos. Magrinyà opina que «es una elección inteligente y curiosa: “poder” es un verbo modal como “deber” o “querer”, casi siempre auxiliar, dependiente, de otro verbo: “Podemos hacer”, “Puedo ir”, “No se puede fumar”; pero, así, suelto, se carga léxicamente, se independiza, y desde ese momento –por una pura desviación de su construcción lingüística habitual– adquiere un gran significado, un significado absoluto, diría yo, un significado triunfal».

Tiene, además, un significado flotante ya que se lo puede desplazar a cualquier propósito. ¿Podemos hacer la revolución, cambiar la Constitución, acabar con la corrupción, con la casta? «Claro que podemos –reflexiona Magrinyà– Podemos y Yes we can parecen siempre la respuesta a una pregunta en la que el verbo ya ha sido formulado. Can we go to…? Yes, we can. Ya no repites el verbo principal, lo sobreentiendes. Y en el caso de Podemos, podemos cualquier cosa que tú sobreentiendas. Es una respuesta a una pregunta. Cuando se pasa a Ganemos, por ejemplo, pierde fuerza porque son verbos con una carga léxica muy fuerte que no dejan espacio, no sobreentienden una pregunta. Igual sucede con Ahora Madrid, por ejemplo; creo que allí falta un verbo que está en imperativo, es un lenguaje publicitario. “Ahora” equivale a una orden, como “¡ya!”».

Si Podemos se enuncia con un verbo con el que pasamos a la acción, ¿qué operación lingüística se observa en Ciudadanos? «Ciudadanos parece, en cambio, como el mismo partido que nombra, un eufemismo –opina Magrinyà–. Se apropia de la retórica política tradicional con una palabra que sugiere “derechos civiles” y que aún, al parecer, no ha perdido su prestigio. Pero evidentemente no son los “ciudadanos” de la Revolución Francesa: a esos ni los recuerdan. Mucho me temo, teniendo en cuenta las características de ese partido, que la palabra “ciudadano” se vuelva pronto demagógica, impronunciable, y que lo único que signifique sea “oportunista.” El problema es que Ciudadanos pretende acaparar el significado de la palabra y van a conseguir, con el tiempo, que sea impronunciable. Parece un eufemismo, decía, pero es un disfraz. Es un partido de conversos y no hay más fanático que un converso».

Está claro que el filólogo, escritor, editor y traductor que ha trabajado nueve años en la Real Academia Española con el equipo de lexicógrafos de la 22ª edición del DRAE, saca todo su potencial para analizar el significado de Ciudadanos. Incluso sus siglas: «Las siglas de Ciudadanos, C’s, pretenden ser una abreviatura a la inglesa, que significa plural, porque al utilizar el apóstrofe y la s, está formulado en inglés, con lo cual están avanzando el programa del trilingüísmo que tienen. Es esta cosa paleta de que si sabes inglés eres más moderno, ¿no?».

¿Piensa Magrinyà que se evita deliberadamente el uso del sustantivo “partido”? No lo duda: «Teniendo en cuenta la crisis del bipartidismo, es muy intencionado que los nuevos partidos no se llamen “partidos”. Ahora es por agotamiento y degradación, sin duda, como en los años de la Transición fue, sin duda también, por prudencia: la Unión de Centro Democrático esquivaba deliberadamente la palabra “partido”, y recordemos que el Partido Popular se llamaba entonces “Alianza Popular”. Era una forma de distanciarse de la temida y más o menos exiliada izquierda, que sí concurrió a las primeras elecciones con sus nombres clásicos, Partido Socialista Obrero Español y Partido Comunista de España. Es curioso que, mientras el PSOE ha seguido intacto (si bien con intermitentes polémicas para quitar el “Obrero” de su denominación), el PCE se haya diluido en Izquierda Unida, donde tampoco está la palabra “partido”. Está, sin embargo, ese “Unida” emparentado con “Unión”, que sigue pareciendo un eufemismo de “partido”, como ocurrió hace unos pocos años con Unión Progreso y Democracia. En fin, parece que tanto “partido” como “unión” han perdido su atractivo: no solo eso, recuerdan demasiado al célebre «régimen del 78» y sus consecuencias, asociadas al inmovilismo y a la corrupción».

El eufemismo intenta ser un arma de distracción masiva: hacer una cosa y decir otra, nombrar de otra manera para diluir el significado del hecho en cuestión. Sobre esto también tiene Magrynià un punto de vista singular: «Vas a tomar una medida impopular, sea la que sea, y en el Consejo de Ministros, digo yo, se discute cómo llamar a eso para contarlo a la gente. La paradoja se da cuando el eufemismo da más miedo que la palabra original. Pensemos, por ejemplo, en limpieza étnica para evitar decir genocidio. O crecimiento negativo, ¿acaso no da terror? Se utiliza para evitar recesión, que a mucha gente incluso le puede parecer un término técnico que se le escapa. Pero crecimiento negativo, aunque no lo entiendas, da pavor, porque la unión de las dos palabras parece nombrar una patología».

En la introducción a su libro, Luis Magrynià apunta que «un buen diccionario debería dar fe también de las condiciones de vida de las palabras: estas existen, sí, pero en comunidad, se usan, se construyen, se asocian unas con otras con unas relaciones convencionales de dependencia, a veces muy estrictas aunque en ningún caso violentas». Aunque el autor de Estilo rico, estilo pobre habla del uso de la lengua, del correcto empleo de las palabras, se le puede dar una lectura política –pienso, en rigor a la verdad, que no solo se puede: se debe– y pensar en aquellos proyectos donde los ciudadanos (con la “c” minúscula que nos iguala y equilibra) nos podamos asociar, en comunidad, para construir un modelo que no por estricto tiene que ser violento. Y la violencia también se puede ejercer, como lo demuestra el pensamiento de Magrinyà, con las palabras.