Esta semana Tania Sánchez es la figura central de la crónica de sociedad que Boris Izaguirre escribe cada sábado en El País y aparece en el último número de Vanity Fair junto a otros políticos emergentes como Pablo Iglesias y Alberto Garzón. Pero es Izaguirre quien, desde su crónica de sociedad, señala la capacidad de Sánchez para encontrar un hueco en el reality político y con formas propias para sortear los obstáculos del reality show tradicional o la telerrealidad.
Los programas dedicados al reality show saltaron de la parrilla del prime time nocturno del fin de semana para dar paso a foros como La Sexta Noche o Un tiempo nuevo –formato donde conviven los dos géneros, tanto el reality show como el político– donde pelean por una audiencia mayoritaria ya que, como afirmara Pierre Bourdieu, una parte de la acción simbólica de la televisión consiste en llamar la atención sobre unos hechos que por su naturaleza pueden interesar a todo el mundo, de los que cabe decir que son para todos los gustos. Hoy el relato político en España ocupa el nicho central de la programación: monopoliza el interés de todos, es del 'gusto' de todos.
Hace unos pocos años Televisión Española lanzó un formato de debate político, 59 segundos, en el que los tertulianos, políticos y periodistas, disponían de ese tiempo para hacer sus intervenciones. Entonces el reality show ya disponía de horas de programación para narrar las historias de los famosos o los famosos por relación como Belén Esteban. ¿Por qué 59 segundos, por qué menos de un minuto? Porque el atractivo era ver como en una suerte de ejercicio olímpico un relato poco atractivo entonces, no 'para todos los gustos', se comprimía lanzando conceptos entre dos contrincantes como si se tratara de un partido de tenis.
En la televisión el hecho de ver prevalece sobre el de hablar y, como sostiene Giovanni Sartori, la voz del medio o del hablante es secundaria; todo esta en función de la imagen, es la imagen la que habla y en 59 segundos la audiencia ponía su atención en cómo un político sorteaba una cuestión en ese ínfimo espacio de tiempo más que en el concepto que exponía.
Izaguirre, en su crónica de El País, alaba el lenguaje corporal de Tania Sánchez y critica a los políticos del PSOE por su poca pericia para habitar los platós del reality show. Este apunte es ligero, ya que hay personajes como Antonio Miguel Carmona que son capaces significarse con ocurrencias como el 'pim, pam, propuesta' pero, sin mencionarlo, apunta a Pedro Sánchez quien salió telefónicamente en el programa Sálvame y su conductor, Jorge Javier Vázquez, le puso en el brete de convencerle para que le entregara su voto.
Lo curioso de esta intervención fue que no se oyera la voz de Sánchez ya que sus argumentos eran narrados a la audiencia a través de Jorge Javier Vázquez. Si la voz del hablante en televisión es accesoria, al carecer de la imagen del líder del PSOE se asistía, entonces, a una actuación magistral del presentador de Sálvame ocupando el espacio simbólico del secretario general del PSOE. Así como Tania Sánchez es capaz de trascender el formato, Pedro Sánchez se diluye en él.
¿Cómo conquistan los políticos este espacio en los medios? El reality show, es sabido, se asienta en la necesidad de hurgar en la vida ajena cuando la propia ha perdido pie en la realidad; al voyeurismo se suman circunstancias personales en la que la merma del capital simbólico propio lleva a buscar certezas ajenas.
En Francia, afirma el sociólogo Michaël Foessel, los políticos como Nicolas Sarkozy o François Hollande exhiben su intimidad para no tener que ser juzgados por sus actuaciones; aquí, la corrupción política es la forma local de intimidad. Los entresijos de las tarjetas black son el equivalente a los pliegues de las sábanas de seda negra de la alcoba de Nicolas Sarkozy y Carla Bruni.
Pablo Iglesias, Alberto Garzón, Tania Sánchez o Iñigo Errejón surgen denunciado la corrupción de una casta política, aquello que no estaba expuesto y emerge: las zonas oscuras de Bankia y de la trama Gürtel, la promiscuidad de los ERE de Andalucía y el descubrimiento del sastre que confeccionaba trajes a los políticos valencianos. O incluso, la intimidad de lo evidente ante el tópico del dedo y la luna cuando Alberto Garzón narra un ciclo cuyo último eslabón es Rajoy que proviene del dedo de Aznar quien fue señalado en su día por Fraga, quien a su vez se benefició de las falanges de Franco. Simple. Pero muchos miraban la luna. Garzón no le llama casta, lo denomina dinastía. Si uno piensa en términos históricos, no se contradicen, se complementan.
¿Y qué mira el espectador que antes seguía a Belén Esteban para desentrañar cómo esa mujer puede vivir contando su vida y él no tiene a quien contarle la suya? Mira, trata de entender, la razón por la que no pertenece a esa casta, la razón por la que depende de una dinastía.
Josep Ramoneda escribió hace unos días que este país está en el trance de entender que la pertenencia a la clase media era una utopía. De momento, la terapia de autoayuda es catódica.